Un año más celebramos este 24 marzo el Día Internacional para el Derecho a la Verdad en relación con las Violaciones Graves de los Derechos Humanos y para la Dignidad de las Víctimas, que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en homenaje del asesinado monseñor Óscar Romero, recién santificado por el papa Francisco, aunque el pueblo salvadoreño lo tenía santificado desde su muerte.

Se cumplen 25 años de la publicación del informe De la locura a la esperanza, que la Comisión de la Verdad presentó al gobierno y al pueblo salvadoreño tras los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que pusieron fin aparente a la cruenta guerra civil que acabó hundiendo a la población en la pobreza y la desigualdad. Se vislumbra un nuevo escenario tras la sentencia del Tribunal Suprem0 del país declarando la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía, que cinco días después de aquel informe consagró la impunidad de quienes habían llegado a límites inimaginables de violencia y aniquilación de sus conciudadanos.

El Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana de El Salvador (Idhuca), en la que cayeron asesinados un grupo de jesuitas y dos mujeres que les ayudaban, acaba de publicar el informe sobre la vigencia de los derechos humanos en el país en 2017. La situación es alarmante: la tasa de homicidios es el doble de la constatada hace 15 años, la mayoría contra población joven, que no tiene otro recurso que la emigración, la organización en pandillas y la violencia como modo de supervivencia; la violencia contra niñas y adolescentes alcanza el 79 % de los abusos sexuales; el 15 % de los partos son de niñas y adolescentes como consecuencia de embarazos derivados de violaciones, para quienes esperan penas desproporcionadas si abortaran, frente a la impunidad de quienes las agredieron; el índice de resolución judicial de los delitos es del 28 %; sólo un 40 % de los jóvenes termina el bachillerato; el 60 % de las escuelas están asediadas por drogas y maras; la población residual envejece y sólo obtiene pensión suficiente una cuarta parte de la población; el trabajo informal se extiende al 50 %; la situación de las cárceles es desesperada por la superpoblación, la falta de higiene y de alimentación; la décima parte de la población concentra el 43 % de los ingresos del país. El terreno está abonado para la corrupción y la violencia.

La conclusión es que en El Salvador hay una crisis de derechos humanos y se quiere vencer la criminalidad con la fuerza y la cárcel, sin abordar las causas que la provocan: injusticias educativas, salud precaria, falta de trabajo, salarios y pensiones insuficientes, mal funcionamiento del sistema de justicia, corrupción institucional y privilegios desorbitados de las clases dominantes. Responder a la violencia con medidas violentas sólo garantiza una mejora momentánea. No es necesario institucionalizar la prisión permanente, en tanto que la misma existe de hecho ante la falta de control de privaciones de libertad por conductas insignificantes.

Frente a eso sí que es necesaria la presión permanente no revisable. Los derechos humanos no son una defensa de los malos, sino garantía del respeto a la igual dignidad de la persona. Los conflictos se resuelven por el diálogo y no por la confrontación. Cuando se garantiza el respeto por la persona, los derechos de todos, la protección judicial de las víctimas, la distribución del trabajo y los servicios públicos, la violencia disminuye.

En ese contexto se constituyó y sigue trabajando el Tribunal Internacional para la aplicación de la Justicia Restaurativa, que la UCA decidió instaurar por exigencia de la Red de Comités de víctimas del conflicto armado. Desde hace diez años, un grupo de juristas de varios países del mundo acudimos a la llamada y descubrimos que las víctimas, con su resistencia y su capacidad de compasión, son el verdadero ejemplo de vida y de perdón. El tribunal se ha convertido en una experiencia singular e inédita de justicia restaurativa que empodera a las víctimas y potencia la acción de las comunidades. Se ha consolidado como el instrumento no gubernamental más eficaz en la identificación de las víctimas de antes y durante el conflicto, habiendo multiplicado por tres el número de víctimas constatadas y por seis el de víctimas identificadas por la Comisión de la Verdad, revelándose como un instrumento de gran eficacia en la lucha jurídica contra la impunidad, muy particularmente frente a la evidencia de los parámetros identificadores de la acción criminal de las Fuerzas Armadas y la Policía del país, cualificada por infanticidios y feminicidios entre la población campesina. El tribunal sigue siendo uno de los pocos espacios que da voz a las víctimas y escucha su dolor, convirtiéndose en una experiencia positiva de terapia curativa por la palabra y la comunicación. Nos hemos comprometido con quienes siguen necesitando ser escuchados y abrazados.

«Aún no es tiempo para la desesperanza», proclamaba Ignacio Ellacuría antes de su muerte. La Comisión de la Verdad terminaba su informe diciendo: «Se trata de pasar de un universo de confrontación hacia otro de serena asimilación de cuanto ha ocurrido para desterrarlo de un porvenir signado por una nueva y solidaria relación de convivencia y tolerancia». La soberbia amenazadora del poder imposibilitó el tránsito de la locura a la esperanza y aún permanecen estructuras sociales caducas que permiten la impunidad, la cultura de la violencia y la ley del más fuerte, que sólo será superada cuando se universalicen los derechos básicos y se fortalezcan y depuren las instituciones. En eso estamos, a eso vamos y esa es nuestra ilusión, compromiso y esperanza, apoyados por organizaciones sensibles como Oxfam Intermon, Avacu, Antiguos Alumnos Jesuitas de Valencia y la Facultad de Derecho de la Universitat de València. Cada uno invertimos donde estamos seguros que nos renta más. Implicarnos con los derechos de otros nos ayuda a ser felices.