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Bla, bla, bla

Este fin de semana he rejuvenecido veinte años por lo menos. Decidí un poco tarde viajar a Madrid y no llegué a tiempo de sacar un billete de tren a la hora que quería. Las opciones que me quedaban eran: a) irme en coche, pero no me apetecía conducir el tanque para luego no usarlo en la capital; b) el autobús, que me parecía un poco casposo porque el último que cogí cuando era jovencita tardaba lo suyo, y c) hacer autoestop a lo moderno y con garantías, que ahora se llama Blablacar.

Elegida la opción 'c', realicé todas las gestiones pertinentes a través de internet, no sin miedo y sin sobresaltos, porque el primer viaje que concerté quedó cancelado a las pocas horas. Hala, a buscar otro corriendo.

Tuve la sensación de estar haciendo algo extraordinario porque no me he visto nunca en éstas, ni me he subido a ningún coche con extraños, como me enseñaron, pero la vida te lleva por caminos raros, como dice la canción de Diego Vasallo.

Al final, estoy escribiendo estas líneas sentada en un Opel Astra que conduce un joven a quien doblo sobradamente la edad, mientras las otras dos viajeras cabecean tranquilamente. No los conozco de nada ni van a ser mis amigos, pero estamos los cuatro juntitos en este cubículo. Aquí nadie habla, cada cual se acompaña de sus auriculares y su sueño, y yo me he dicho eso de 'haz lo que vieres', de modo que he cerrado el pico para recordar aquellos viajes de antaño, en los que un paisano desenvolvía el queso o sacaba la bota de vino y ofrecía a sus compañeros de compartimento de tren, y se hablaba de la dureza de la vida, del tiempo o de cualquier otra trivialidad.

Aparte de eso, de los prejuicios y del miedo a introducirme en ambientes que desconozco y tratar con personas que no suelo, la gente es noble, es honrada y respetuosa y es agradable compartir este extraño periplo, aunque lo mejor de la excursión fue el mensaje de uno de mis hijos, cómplice de mi aventura, apenas una hora después de emprender la ruta, que me escribía: «¿Qué tal eso?». Su frase me alimentó de alegría para el resto del camino. Qué bueno es saber que alguien espera tu regreso.

La vuelta, eso sí, en el tren, disfrutando del placer de no tener que conocer a nadie y pasear por los vagones a mis anchas. Ay, omá, qué placer.

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