Como es bien sabido, Joan Miró, (1893-1983), fue uno de los grandes maestros de la modernidad cuya contemplación nos proporciona la oportunidad de introducirnos en el espacio de esa radicalidad que habita en el subconsciente. Emprender un paseo entre sus obras, nos retorna sin esfuerzo, a sus raíces, vinculadas a la naturaleza y a los campos de Mont-roig, donde se impregnó para siempre de esa ternura que nunca lo abandonó y que alcanzaría uno de sus puntos culminantes en aquellas Constelaciones, pintadas en Normandía, entre 1939 y 1941, inundadas de líneas, ideogramas, alegorías, estrellas, aves y alusiones humanas, hasta el punto, de que ya forman parte de nuestro imaginario estético.

Aunque la muestra que nos ofrece el IVAM no proponga una hipótesis potente como hilo conductor (estos días se acaba de inaugurar en la Fundación Botín, una formidable muestra con 94 esculturas suyas, realizadas entre 1928 y 1982), sí que nos revela los distintos territorios en los que se fue adentrando, en los que todo aparece oscilar entre un cierto automatismo y una intimista pulcritud perfectamente trazada. Como, desde el principio siempre fue auténtico y nunca presentó altibajos, en este, como en otros casos, sus colecciones trasladan esa sinceridad emocionante que también se ha asociado al surrealismo, pero que en sus manos adquiere una codificación señaladamente singular.

Cuando en la primera sala se nos ofrece una mayor densidad en un ámbito casi religioso, creemos que nuestro paseo va a ser meticuloso, largo y concienzudo; pero se altera el ritmo, mientras la luz natural de los espacios sucesivos, nos aloja, y nos ayuda a disfrutar de otro modo de esa naturaleza que habita en su imaginativa y autónoma, irrealidad.

Al final, una cascada de carteles en los que se testimonia el compromiso social de un hombre vinculado a la cultura de su tierra y, fundamentalmente, a la libertad. En el camino, hemos apreciado pinturas elaboradas con colores densos y al mismo tiempo luminosos, esculturas, dibujos, un video, (aunque con una música estridente que interrumpe la concentración), en el que el pintor, ya añoso, aparece culminando un graffiti en plena calle, aplicando el negro entre colores primarios con el proceder que utilizó durante los últimos años de su vida: permitiendo los goteos y las salpicaduras, incrementando esa inmediatez característica, mientras la gente pasaba por su lado sin prestarle una especial atención, como si lo que estaba ocurriendo fuese cualquier cosa.

En realidad, sus grandes murales cerámicos, los realizados para la sede de la Unesco de París (1955-57); los de la Universidad de Harvard (1960) ; del aeropuerto de Barcelona (1970); o el de la fachada del Palacio de Congresos de Madrid (1979-80); aunque fueran realizados en colaboración con el ceramista Lloréns Artigas y su hijo Joan, también son una variante de Street-art, como lo es, el mosaico del Pla de l´Os (1976), de las Ramblas de Barcelona, sobre el que la gente pisa, y en los que Miró buscaba ese encuentro desacralizado y popular.

Una vez abandoné las salas, comprendí que debía aprovechar el buen tiempo para acercarme al Centre del Carme, donde seguir mi recorrido entre la obra de otro autor que, aunque sustancialmente distinto, al menos, también había compartido con el maestro catalán, su vocación por el arte callejero.

Okuda (Oscar San Miguel, Santander, 1980), había realizado la falla de la plaza del Ayuntamiento: «Equilibrio universal», en la que sobre un tótem central, ubicó dos diosas clásicas sosteniendo una hucha, en un intento de evocar que el ser humano es, asimismo, víctima del sistema. Tal vez, un objetivo excesivamente literario; pero debo confesar que me atrajo desde el primer momento porque, desde un punto de vista constructivo, la consideré como una intervención, tan arriesgada, como oportuna. (Cualquier imaginativa experiencia en este ámbito, la reconozco adecuada, y me vienen al recuerdo aquellas preciosas obras de Manolo Martín, que no han tenido continuidad, inexplicablemente). Al llegar, me llamaron la atención las salas Ferreres-Goerlich transformadas en espacios irreverentes, a mitad camino entre el parque temático y un ámbito expositivo. Una fiesta, entre geometrías polícromas, imágenes, y cabezas coloristas de animales, preparada para atraer al espectador y para fabricar optimismo, participada por familias con niños correteando, erasmus haciéndose fotografías ante los muros pintados, y un público abundante y sorprendido, frente aquella cascada de tonalidades que parecía surgir de un torrente improvisado y efectista. A mi juicio, un nuevo exponente de ese universo que inició el Pop-art, y que después de tan largo recorrido, ha devenido en un extenso muestrario entre el que destacan las exitosas creaciones de Jeff Koons (autor, entre otros cientos de piezas, del Puppy floral, del Guggenheim), admiradas incluso en museos exigentes, mientras alcanzan precios exorbitantes.

No es fácil intervenir sobre unas salas sobredimensionadas y poco acogedoras, en las que las obras de mediano tamaño suelen aparecer desubicadas y perdidas; pero lo ha conseguido, alternando los amplios espacios laterales con una secuencia central, construida remedando una animada instalación, culminando un experimento no exento de contradicciones. Y no voy a descubrir ahora, que los caminos para el encuentro con la creación estética, ni están totalmente desarrollados, ni completamente definidos y, cómo no, que también se han de celebrar otras herramientas que ayuden a facilitar el encuentro con una realidad perecedera. Ni, que decir tiene, que disfruté (aunque de muy diferente modo), asimismo, con Okuda, descubriendo el encanto de su simplicidad.

Una mañana en la que, con muy breve recorrido, atravesé un largo y casi infinito territorio entre dos universos bien distintos. Una experiencia que, personalmente, aconsejo.