La detención de Carles Puigdemont en Alemania ha propiciado un conveniente e inusitado ejercicio de derecho penal comparado. En estos días, se han hecho innumerables exégesis de los delitos de rebelión y de alta traición contemplados en las legislaciones española y alemana, respectivamente. Los tipos penales difieren, pero si se reconociera su equivalencia, podría justificarse la extradición del expresidente catalán. La cuestión no es baladí y requerirá un análisis jurídico sosegado y minucioso por parte de los jueces. Alemania contempla la alta traición cuando con violencia o amenaza de violencia se trate de perjudicar a la república o a un Estado federal, separar una parte de un Estado, o cambiar el orden constitucional.

Por su parte, en España, el delito de rebelión exige un alzamiento público y violento para, en su caso, declarar la independencia de una parte del territorio nacional. A pesar de estar incluido entre los delitos contra la Constitución, son innegables las connotaciones militares de la rebelión, próximas a un Estado de sitio.

Tales delitos, de dudosa equiparación, son coincidentes, sin embargo, en el requisito de la violencia para calificar los ilícitos que sancionan. La violencia es una condición «sine qua non». Ciertamente, puede entenderse como violencia propiamente dicha, o como intimidación, quedando al arbitrio del tribunal alemán la interpretación de los hechos, de acuerdo con la información suministrada por el magistrado Pablo Llarena. La justicia alemana habrá de examinar si tales sucesos son punibles a la luz de la legislación penal de ese país. Además, para una adecuada calificación, deberá dilucidarlos como si hubiesen acaecido allí. La clave está, por consiguiente, en estimar violento o intimidatorio el comportamiento de Puigdemont. Solo así, podría ser considerado reo de alta traición y justificarse su extradición por tal delito.

Desde antiguo, encontramos tipificados los crímenes contra la comunidad, la alta traición («perduellio»), con la designación incluso de magistrados especiales encargados de su enjuiciamiento, y el crimen de lesa majestad, considerado en su origen como el atentado contra la «maiestas» de los tribunos de la plebe. Precisamente, la palabra majestad parece derivada de «maius», lo que implica una idea clara de superioridad. Al final, la majestad terminó siendo un atributo del «populus romanus» en su conjunto. Cicerón la identificaba con la dignidad, grandeza y eternidad de Roma, de donde emanaba la majestad de sus representantes políticos. De esta manera, en la protección de la «maiestas», estaba latente la idea de perdurabilidad del orden constitucional establecido, más allá de los titulares ocasionales de los poderes públicos.

Tiempo después, cuando se unificaron los antiguos tipos penales en el «crimen maiestatis», este serviría para reprimir las conductas contra la integridad y la seguridad del pueblo romano, en definitiva, todos aquellos actos realizados contra el estado, el abuso del poder político y los atentados contra la autoridad. Posteriormente, también se aplicaría a los príncipes, representantes máximos del pueblo. Así se conformó en la antigüedad el delito de lesa majestad.

A diferencia de otras legislaciones europeas, nuestro ordenamiento no ha tipificado el delito de alta traición o de lesa majestad, entendido en su concepción clásica, sino que sanciona el de rebelión, con una connotación bélica, disímil de aquellos. Ciertamente, nuestro código penal incluye el delito de traición, pero con un carácter totalmente diferente a la cuestión que nos ocupa.

En consecuencia, si algunos gobernantes, sin utilizar la violencia, vulneran la legalidad, instrumentalizan las instituciones del estado o se arrogan competencias ilegítimas para modificar el orden constitucional establecido ¿no merecerían un reproche penal más allá de la mera desobediencia o la corrupción?

Si el bien jurídico a proteger es la soberanía nacional, la «maiestas populi», y no se logra dispensar esa protección, la alta traición queda reducida a una pequeña traición, una «minuta maiestas», versión atenuada de la lesa majestad.