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Mi transición al feminismo

Tras las históricas movilizaciones del 8M, las mujeres hemos tomado conciencia de que tenemos el músculo necesario como para cambiar radicalmente, si no el mundo, al menos la parte de él que representa España. Aunque desde ese día parece que el feminismo haya devenido en una simple etiqueta que cualquiera se puede poner, para muchas mujeres que no se identificaban como tales supuso una catarsis que probablemente cambie su vida. Sobre ello escribió la politóloga Sandra León el pasado 14 de marzo una columna titulada «La huell feminista». Decía que «las transiciones por las que una causa, que nos apela en abstracto con identidades colectivas, acaba organizando nuestra forma ver y actuar en el mundo genera conflictos internos y alumbra incoherencias. Los que impone el feminismo no son fáciles. Supone reconocerse como protagonista de las múltiples desigualdades de género en la esfera pública y privada, en este último caso alimentadas con frecuencia por parejas, hijos, padres o hermanos. Resolver las incoherencias para recuperar la armonía comienza por revisarse críticamente en lo personal, un paso no exento de costes e incomprensión. En la intimidad de estos cambios invisibles se gestan los grandes movimientos. Ocurre cuando encuentran su expresión colectiva, siguiendo el camino inverso: desde lo personal hacia lo político». He reproducido sus palabras porque así fue mi transición al feminismo. Y evocarlo me emociona.

Si lo cuento aquí y ahora no es por casualidad. Tal día como hoy, primero de abril, hace 19 años, nació mi hijo y, con él como causa de transformación de mi vida hasta entonces, nació pocos meses después mi conciencia feminista. No pudo ser más personal. Ni más doloroso y gozoso, a la vez. En mi caso, la catarsis se produjo en la intimidad, en plena depresión posparto, leyendo la autobiografía de Betty Friedan, que ni sabía quién era ni cómo llegó a mis manos. Y va y resulta ser la autora de «La mística de la feminidad», una de las obras de referencia del feminismo. Yo, nacida en el 69, hija de la igualdad, pensaba, de toda la vida, que podía hacer lo mismo que mis iguales, los chicos. Me rebelaba cuando comprobaba que en ocasiones no era así, pero si me hubieran preguntado antes de leer ese libro si las mujeres estamos discriminadas o si yo, en concreto, lo estaba, hubiera dicho que no: ¿hay mejor prueba que eso para comprobar con qué profundidad ha arraigado en nosotras la desigualdad? Sin conciencia feminista, ni la vemos y, de hacerlo ocasionalmente, o protestamos y/o, simplemente, nos conformamos. Como afirmó Kate Millett en su obra, «Política sexual» (también de referencia), «el sexo reviste un cariz político que, la mayoría de las veces, suele pasar inadvertido». Y en eso ha radicado el éxito del patriarcado, el más longevo y universal de todos los sistemas de dominio. Tras este 8M lo tiene mucho más difícil.

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