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Pascua florida

Un colega solía decir: «La Semana Santa es una conquista del pueblo; ¡viva la revolución!». Pero eso era después de la muerte de Franco, en tiempos más festivos, cuando los comunistas se adjudicaban cualquier progreso que beneficiara a las masas. Antes, durante la dictadura, aquello era territorio de la Iglesia y los españoles dependíamos de los severos códigos impuestos por ella. El país se paralizaba, al menos durante los cuatro días que duraba la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. De Jueves Santo a domingo de Resurrección no se permitía manifestación de alegría, no se podía silbar por la calle, las radios no tocaban boleros y música pop sino música clásica y solemne y marchas militares, fumar estaba mal visto y solo se podía ir al cine a ver películas de 30 años antes en las que Judas de cartón piedra traicionaban a Cristos de ojos pesadamente maquillados de negro. Los pocos alivios de la severidad eran las procesiones que recorrían las calles de muchas ciudades al ritmo de saetas y manzanilla. Entonces ni siquiera llovía. La cosa no era tan mala como en Latinoamérica en donde en esos días estaba prohibido hasta conducir, so pena de resultar apedreados.

Pero la peor condena era que, en este tiempo de penitencia, luciera el sol, que hubiera aparecido la primavera, que cantaran los pajarillos y que estuvieran revolucionadas las calenturas de los adolescentes.

Único consuelo: por una extraordinaria combinación de circunstancias (en la que seguramente pesaba el interés de los exhibidores), los tres días que iban de Viernes Santo al momento de la resurrección del Señor se reducían, a efectos de los estrenos, a escasamente 24 horas: las salas se abrían poco después de las tres de la tarde de lo que conocemos como Sábado de Gloria. Me costó mucho trabajo encajar tres días en uno pero no iba a ser yo quien se resistiera a la evidencia de los imperativos comerciales. De un día para otro, gracias al capitalismo, se pasaba de las películas de romanos en blanco y negro a las del Oeste en tecnicolor.

La evolución fue lenta: de la piedad a las vacaciones tuvo que trascurrir el tiempo de una generación. Muy despacito, la gente fue acostumbrándose al tiempo libre, a la idea de que la semana de la religión se transformara en una semana de ocio. Fueron los colegios quienes enviaron a sus alumnos a siete días de descanso. Al principio, como en España aún no se esquiaba, los chicos se quedaban en sus ciudades y así podían cumplir con unos ritos religiosos progresivamente más laxos. Las siete estaciones en siete templos distintos, la lectura interminable de la Pasión según los Evangelios, los rosarios cotidianos y las torrijas fueron cediendo ante el empuje de las excursiones, los ligues clandestinos y, pronto, la nieve. Y las operaciones salida.

Una ventaja: la práctica religiosa ha quedado para los convencidos, para los católicos genuinos, para aquellos a quienes seduce la piedad. Está bien. Solo así se comprende que el tiempo haya limado muchas de las supersticiones basadas en el folclore y en la tradición popular. Porque las procesiones de Semana Santa, los pasos de dramáticas figuras en sufrimiento, las saetas desgarradas, tienen mucho de superstición y de idolatría, desde luego, pero también mucho de sentimiento popular profundo.

Para los demás mortales, la Semana Santa es una semana de descanso, de playa, de nieve, de viajes. Los ritos religiosos son ya lo menos importante. En Viernes Santo, los restaurantes están llenos y se baila en los locales nocturnos. Es lo que tiene el progreso de la civilización hedonista. En algún momento se le ocurrirá a alguien que entienda de calendarios en la Iglesia de Roma que acaso sería conveniente que la Semana Santa cayera siempre en la misma fecha, como la Navidad, evitando así confusiones innecesarias. Esa sí que sería una conquista del pueblo. Eso y que celebran la festividad en España los católicos, los agnósticos (y los ateos), los protestantes, los judíos y los musulmanes.

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