Mucho me temo que cuando se habla de crisis de la Seguridad Social y del Estado del Bienestar desde posiciones políticas liberales o neoliberales, hay más interés en vender la propia mercancía de los planes y seguros privados, que en reconocer que la pretendida crisis no está en la filosofía y configuración de ambos modelos basados en la solidaridad, sino en la necesidad de afianzar con nuevas políticas sociales estas dos conquistas sociales. De hecho, es esa contradictoria y desigual evolución de la vida en todo el planeta, propiciada por las actuales políticas neoliberales, la que sigue convirtiendo tanto a los sistemas de Seguridad Social, como al modelo de Estado del Bienestar europeos, en una utopía para la mayor parte de los países del mundo; al tiempo que nos alerta a los más desarrollados, sobre la ceguera del consumo y despilfarro sin límites, el mal uso y abuso de los bienes y servicios públicos, la agresión suicida al medio ambiente, la carencia de políticas sociales avanzadas y, en definitiva, del buenvivir, que no del bienestar.

Ni el sistema español de Seguridad Social es malo o insuficiente per sé, ni los principios e ideas fuerza en que se inspira -seguridad y solidaridad horizontal e intergeneracional; a los que hay que añadir ya el de la interculturalidad, dada la decisiva función de la inmigración en el mismo- constituyen valores de otra galaxia ya superados. Muy al contrario, la Seguridad Social como indudable conquista de nuestra era, no sólo sobrevive como un pilar esencial del Estado del Bienestar, sino que, con toda seguridad, y fiel a los principios que la inspiran, debe afrontar los retos de este siglo con plenas garantías de viabilidad. Y ello, esencialmente, porque no hay alternativa social alguna, si quiere ser justa y equitativa, a este modelo de sociedad que entre todos tenemos que defender y llevar día a día a mayores cotas de justicia social.

El Estado del Bienestar sigue siendo hoy sinónimo de seguridad, solidaridad, equidad y redistribución de la renta, y también expresión de la interculturalidad, asegurando a todos los ciudadanos el disfrute de bienes básicos como educación, sanidad y protección social. Y hoy más que nunca, la brutal desigualdad imperante en todas las sociedades, exige la garantía pública y solidaria de estos y otros bienes. Este modelo no camina contra la historia, ni atenta contra la libertad, como sostienen algunos, sino que debe avanzar con la esperanza de la humanidad en un presente y un futuro cada vez más justo, ofreciendo respuestas concretas frente a los desequilibrios reales que presentan las sociedades liberales.

Es necesario, por lo tanto, transmitir a los ciudadanos, desde los poderes públicos y desde la propia sociedad, un mensaje de seguridad y confianza en la Seguridad Social y en su futuro a corto, medio y largo plazo. Porque, como es una constante histórica que demuestra la vitalidad del mismo, el sistema dispone de mecanismos suficientes para ir adecuando su ideal de cobertura a la cambiante realidad social y económica. Pero al mismo tiempo, las políticas públicas deben ser coherentes con ese mensaje. Ya no son creíbles los gobernantes que dicen defender el sistema público y al mismo tiempo lo dinamitan en sus raíces solidarias horizontales y verticales. Estamos hartos de los voceros que proclaman la quiebra del sistema de pensiones, alzados a coro sobre los intereses especulativos de bancos y aseguradoras. No queremos volver hacia atrás y renunciar para nosotros y nuestros hijos a todo lo conquistado con tanto sufrimiento.

Pretendían asustarnos mientras nos vaciaban la hucha de todos y recortaron los servicios públicos; pero esa batalla la comienzan a perder. Los pensionistas ya no se callan. Se sacrificaron y lucharon solidariamente para que sus hijos tuvieran una vida mejor en un país más igualitario y hoy saben que el silencio y el miedo son cómplices de la injusticia y la desigualdad. Y saben, sobre todo, que quien pretenda un enfrentamiento interesado con el sistema público o quiera dinamitarlo debe decir toda la verdad. Porque, como señala acertadamente Vicenç Navarro, «la viabilidad de las pensiones no es un tema demográfico ni tampoco económico. Es única y exclusivamente político».

No tenemos un sistema perfecto; es evidente. Existen muchas desigualdades que corregir, fruto del desarrollo en aluvión del sistema de Seguridad Social. Sin duda, será preciso ir adaptando su viabilidad a los nuevos retos sociales y demográficos, sin olvidar que el desarrollo del ideal de cobertura a definir debe ser inversamente proporcional a la capacidad de ahorro de los ciudadanos, lo que exige mejorar las pensiones mínimas. Es también absolutamente necesario el diseño de políticas sociales avanzadas de género, conciliación, de fomento de la natalidad y de ayuda a las familias. Porque es una realidad irrefutable el origen y desarrollo preferentemente masculino del sistema de Seguridad Social. Y son indispensables políticas de estabilidad laboral, especialmente para los más jóvenes.

El desarrollo del sistema público de protección social no está reñido con la responsabilidad del ahorro individual y colectivo (en su doble acepción de buen uso de los bienes comunes y como esfuerzo económico personal). Pero sólo en esa dimensión complementaria e integrada y nunca en la concepción alternativa liberal, es en la que el esfuerzo individual y colectivo del ahorro, a través de los seguros de vida y planes de jubilación, puede asumir una función social eficaz, en un modelo de sociedad solidaria y previsora en todas sus dimensiones.

Los ciudadanos son más conscientes ahora de que las pensiones son un bien de primera necesidad que hay que conocer, construir y planificar a largo plazo, y no solo ante la inminencia de los riesgos de la existencia. Y a fe que esta materia ofrece alternativas innumerables. Las generaciones hoy más jóvenes que han conocido el bienestar de los mayores, y que han disfrutado de una infancia y una adolescencia segura y más igualitaria bajo el mismo, no permitirán la destrucción de este legado histórico de protección social.