Un 15 de marzo de 2011 de hace siete años dieron comienzo las primeras marchas de importancia contra el régimen de El Asad. Más tarde, en Deera, ciudad que había acogido a miles de refugiados provenientes de zonas afectadas por una fuerte sequía, vieron cómo eran detenidos varios jóvenes grafiteros por realizar pintadas antigubernamentales. Como consecuencia de su detención, se convocaron nuevas movilizaciones que trajeron consigo un muerto y varios centenares de heridos. El 20 de marzo, en la misma ciudad, en respuesta, se quemó la sede del Partido Baath y otros edificios, y las fuerzas de seguridad respondieron disparando contra la población civil con munición real, lo que provocó 15 muertos.

Los disturbios y el descontento social latente, incrementado por esta utilización desmedida de la fuerza, se fueron propagando por varias ciudades más como Banias, Damasco, Hassaka, Deir ar-Zor y Hama. Ante la presión, la primera reacción del Gobierno fue prometer una apertura política, reformas económicas y derogar, incluso, la ley de Emergencia de 1963 (que daba prerrogativas absolutas al Estado para actuar). Sin embargo, unos días más tarde, en Sanamein, otro choque entre la multitud y las fuerzas del orden volvieron a traer consigo otro saldo terrible, otros 20 muertos. Así que las promesas de cambios no solo llegaban, visiblemente, tarde, sino que tampoco eran creíbles. Finalmente, el 30 de marzo, El Asad se dirigiría directamente a la nación por televisión y denunciaba una "gran conspiración" para destruir el país, sin asumir ninguna autocrítica por la situación. El 19 de abril, lejos de apaciguarse los ánimos, otra protesta trajo consigo 30 muertos y 90 heridos en Homs. Estaba claro cuál era la política del régimen. El efecto de la primavera árabe comenzaba, pues, así a extenderse por las grandes ciudades sirias. La incapacidad del régimen por manejar estos movimientos populares, críticos contra Damasco, iba a desatar, a la postre, una desgarradora guerra civil.

En julio de 2011, las diferentes fuerzas políticas de la oposición represaliada, viendo el inmovilismo de El Asad, iban a constituir el denominado Ejército libre sirio. Siria se fracturaría entre las fuerzas que acabarían apoyando al régimen, fundamentalmente alauís y las demás confesiones minoritarias, y las diversas de la discriminada mayoría suní. Muy pronto, Occidente mostró su apoyo moral a los rebeldes sirios. Pero no hubo un compromiso directo, ante su falta de cohesión y un liderazgo único. Se pensó que, al igual que había ocurrido en otros países antes, como Túnez, Egipto y, más tarde, Libia, no era necesario intervenir y que previsiblemente la presión pondría fin al régimen y alumbraría una democracia.

Sin embargo, el error de no haber apoyado a la oposición siria en los momentos más delicados para el régimen de Damasco permitió a El Asad recuperarse y recibir, así, la esencial ayuda de Rusia e Irán, que le ha permitido sobrevivir y salir vencedor de años de horrores. Pero, en todo caso, el balance no puede ser más negativo. No solo porque la autocracia siria parece haber consolidado sus posiciones y haber logrado una victoria contundente frente a sus enemigos, viendo como la rebelión quedaba controlada en unos pocos territorios residuales de Siria, sino por el infructuoso baño de sangre y desolación material del país.

La guerra civil ha tenido un costo que todavía está por ser evaluado de forma efectiva. Se constaba que ha habido medio millón de víctimas mortales, un tercio de ellas civiles. Pero se han producido movimientos de población enormes, con más de seis millones de refugiados fuera del país, viviendo en condiciones extremas en campos de refugiados, y otros cinco millones y medio de desplazados dentro de la propia Siria, con un 60% de ellos que viven bajo el umbral de la pobreza y sobreviven gracias a la ayuda humanitaria.

Hay ciudades como Alepo que han quedado destruidas desde sus cimientos y otras regiones devastadas por el integrismo. Pero, incluso, hay lugares en las que persiste la violencia y el horror, como Guta Oriental, en manos de milicianos yihadistas (fuera de los acuerdos de paz de Astaná) cerca de Damasco, uno de los pocos focos activos que el Ejército sirio se empeña en conquistar por la fuerza, sin preocuparse de la suerte de los civiles; y Afrin, tras la ofensiva turca, para destruir a las milicias kurdas del norte. Informes de diversos organismos internacionales, como el Banco Mundial, estiman que 200.000 enfermos crónicos han fallecido por la falta de tratamientos, a lo que hay que sumar 50.000 desparecidos y otros 45.000 asesinados en las cárceles. Los precios de alimentos básicos para la población han subido un 900% y el 27% de los hogares han sido destruidos. Se cree que el coste de la contienda alcanza los 200.000 millones de euros. Pero las otras consecuencias, no menos lesivas, no solo tienen que ver con la destrucción material y el atroz peaje humano, sino con las secuelas impredecibles para la cohesión de la sociedad siria de cara al futuro. De momento, una generación ha estado sin escolarizar (casi el 43%) y lo que es peor, ha vivido en sus propias carnes el trauma de la guerra y la barbarie. Además, el 80% de las bajas producidas son jóvenes que han dejado tras de sí a sus familias huérfanas de padre, hermano y esposo, en una economía hundida y sin perspectivas. El Comité Internacional de Rescate advirtió, además, que la mayoría de las mujeres desplazadas ha sufrido acoso sexual por su situación de indefensión a la hora de obtener alimentos.

Finalmente, y no es para menos, dentro del marco de este desastre sin parangón la cuestión terrorífica reside en que la victoria de El Asad deja todo como estaba, en manos de un dirigente incapaz de reconducir la realidad impulsando políticas de reconciliación, de justicia o de democratización del país. Con lo que, tristemente, toda esta sangría parece que no ha conducido a nada.