Que los hombres somos hijos de nuestro tiempo es un tópico antiguo, pero Hegel lo repetía con unas resonancias desconocidas porque para él -y ya para casi todos- era tanto como asegurar que cada uno de nosotros somos tan miembros de una especie como sujetos de una época. Así que intentar comprender nuestro tiempo es un ejercicio de autocomprensión.

Pues bien, entre otras muchas cosas las épocas se perfilan por las formas de pensar nuevas que suelen expresarse también en ideas y palabras que cobran vigencia y cuyo uso se extiende. Pero tanto al menos como en lo nuevo, las épocas se definen también por lo que abandonan y dejan caer en el desuso que suele ser también el olvido, habitualmente perceptible en el carácter de antiguas que les sobreviene a las palabras que lo expresaban.

De ordinario, además, ese desuso implica un oscurecimiento que no siempre tiene por qué ser solo una ganancia o una pérdida. Ese es el caso de la palabra elegancia que hoy resulta difícil escuchar en una conversación común, y que incluso apenas se usa en contextos como los vinculados al diseño y la moda, casi los únicos reductos donde nos parecería menos chocante su uso.

Hemos dejado de hablar de elegancia porque suponía la existencia de unas ciertas normas de corrección y de patrones de aceptación que se correspondían con sociedades más bien uniformes y con un cierto grado de jerarquización social y del gusto. Así que la idea de elegancia parecía la impregnación aristocrática de las pretensiones burguesas de estilización social.

En ese sentido, el declive de la idea de elegancia es indicativo del aprecio por la pluralidad multiforme de nuestras sociedades, y la consiguiente multiplicación y diversidad de patrones de gusto y corrección, hasta la normalización de la extravagancia. Esa normalización implica, además, que todos hemos interiorizado en nuestros juicios al respecto la idea de punto de vista, y hemos transformado los límites de lo elegante en perspectivas preferidas que reconocen sus respectivos ángulos ciegos. En todo lo cual se refleja, a mi juicio, el predominio del reconocimiento respetuoso de la dignidad individual y de su irreductibilidad a normas sociales de exclusión o aceptación.

Pero incluso en el contexto de una pluralidad realmente diversa y contrapuesta, persiste y es posible apreciar aquello que decía Adorno y que guarda una esencial relación con la idea de elegancia: «la delicadeza entre los hombres no es sino la conciencia de la existencia de relaciones desinteresadas». En efecto, la elaboración cuidadosa de nuestras formas de entrar en relación con los demás no es necesariamente una claudicación a los imperativos sociales de aceptación. Para empezar, significa la superación de la indiferencia por nuestro aspecto o conducta que implicaría la soledad o la existencia entre meros animales. Es decir, poner cuidado en nuestra aparición y modales ante los demás es tanto como reconocerlos como sujetos con los que nos une algo más que un mero interés particular.

La elegancia es en todo lo que hace relación a nuestra conducta aquello que el lenguaje jurídico expresa con un afortunado término, «personarse». Mientras la torpeza y toda la clase de faltas de acierto en lo que se hace son formas en las que nos ausentamos de lo que hacemos, que se transforma en algo o bien mecánico o simplemente contrahecho, la elegancia es el acierto que nos persona en lo que hacemos, dándole incluso a los objetos con los que se relaciona nuestra conducta un cierto carácter personal. De ahí su reconocimiento mediante el estilo que hace identificable a alguien al escribir, al vestir o simplemente en el modo de conducirse con otros.

En ese sentido la elegancia es la evitación en lo que hacemos de las causas de la vergüenza que, según Aristóteles, consiste en aparecer ante los demás como si fuéramos meros animales, es decir, sin la delicadeza que manifiesta la posibilidad de relaciones desinteresadas con los demás. De ahí la raigambre moral de la elegancia consistente en saber no tratar nunca a nadie solo como medio para nuestro interés: elegante es el que se persona ante los demás sin dejarse reducir ni reducir a los otros a un punto de vista meramente interesado.

La elegancia no es, por tanto, una cuestión de diferenciación social, y si se asimila y reduce a eso se vuelve superficial, porque consiste más bien en la distinción propia de lo personal, en la genuina irreductibilidad a las necesidades e intereses que manifiesta a alguien como persona y la deja personarse ante los demás mediante lo que hace o dice. Por eso más que el brillo que refleja una luz exterior, la elegancia tiene el resplandor de lo que procede del interior.

De ahí el parentesco etimológico entre las palabras elegancia y elegir que apunta en la dirección de que la elegancia es una cualidad de la elección: ser elegante es acertar en la elección según lo que requiere el asunto y la circunstancia. Lo contrario, por tanto, de pensar que cualquier opción vale o es indiferente. De hecho, incluso el aparente descuido que convirtió a la arruga en bella residía en el poder para hacer presente una personalidad mediante aquella cuidada despreocupación.

Aunque inconfesable, esa misma aspiración a la distinción es la que late a menudo en el despecho de lo formal que proclama mudamente el desaliño. Y si bien esa despreocupación no es más que la forma cóncava de la elegancia, entre nosotros el repudio de toda aspiración a la distinción como ideología encubierta se ha transformado a su vez en ideología dominante.

Todo el que elige se elige, y la elegancia es el empeño por conseguir que ninguna de las dos direcciones de la elección ofusque a la otra, es decir, el esfuerzo por lograr que el asunto no se convierta en mera oportunidad de exhibición, ni que se imponga ausentándonos en el descuido o el automatismo insignificante.