Cuando Guillem Agulló murió, hace hoy exactamente veinticinco años, existía el odio pero no el delito de odio que se incorporó a nuestro Código Penal con la reforma de 2015. De hecho, eso no impide para que sea considerada su primera víctima avant la lettre en la Comunitat Valenciana porque Agulló es mucho más que una víctima: se ha convertido en un símbolo imperecedero de la lucha contra aquellas cabezas rapadas fascistizantes que ya en los noventa se refugiaban en los campos de fútbol o en las calles del barrio de Ruzafa. Aunque algunos traten de negar la existencia de la extrema derecha o minimizar su importancia por su marginalidad política -a diferencia del resto de la UE- esta ideología no es ni un fenómeno aislado ni pasajero: se trata de una realidad social presente en la Comunitat y en España desde los inicios de nuestra democracia. Franco murió, pero la extrema derecha nunca desapareció.

Precisamente una de las características de la nueva extrema derecha europea -al igual que la vieja- es su componente violento. En Alemania se desarticuló una célula neonazi enquistada en sus servicios secretos, en Francia han sido procesados simpatizantes del Frente Nacional por ataques a mezquitas y, en las últimas elecciones italianas, tanto la Liga Norte como Casa Pound han protagonizado episodios violentos contra inmigrantes. Aquí, esta violencia tampoco es una novedad. Tanto el Informe de los delitos de Odio del Ministerio del Interior como el Informe Raxen corroboran que la Comunitat Valenciana lidera -junto con Madrid, Barcelona y País Vasco- las estadísticas de actos tipificables como delito de odio, en un alto porcentaje vinculados a la ideología de la extrema derecha.

Es cierto que desde el asesinato de Guillem se ha producido un gran avance judicial, institucional e incluso mediático. Ahí está la investigación de la Fiscalía de los violentos radicales en las manifestaciones del 9 d´Octubre o a José Luis Roberto por el escrache a la vicepresidenta Mónica Oltra, retransmitido en directo. Sin embargo, Pedro Cuevas, el asesino del joven de Burjassot, está libre -tan sólo cumplió 4 años de prisión- y hasta llegó a presentarse a unas elecciones. El tribunal de Castellón absolvió al resto del grupo que acabó con su vida.

Cuando Agulló murió asesinado existía el odio pero no el delito de odio. Ahora sí. Y por eso es especialmente reprobable su instrumentalización o banalización política con fines partidistas. El Estado español no se dio especial prisa en implementar en su Código Penal un acuerdo de la OSCE que, ya en 2003, instaba a sus Estados miembros a legislar contra este tipo de delitos: se tardó doce largos años. Y ahora que figura por fin, asistimos con estupor a su uso espurio por parte de partidos e instituciones como arma arrojadiza, ya no de descalificación del adversario ideológico, sino de criminalización.

Hasta el punto de que el Tribunal Supremo ha tenido que ser enmendado hace poco por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que consideró que la quema pública de fotografías del rey era una expresión crítica que entraba dentro de los legítimos cauces de la libertad de expresión ideológica, axial en una sociedad que se pretende democrática. Y no un acto «incitador al odio, en la medida en que la cremación de su imagen física expresa, de un modo difícilmente superable, que son merecedores de exclusión y odio», como afirmaba textualmente la más alta instancia judicial española en su sentencia. Porque si se considera que todo es susceptible de ser considerado delito de odio, se desvitúa por completo el espíritu que animó a legislar contra un tipo delictivo en el que las víctimas son intencionalmente seleccionadas a causa de una característica específica (raza, religión, ideología, nacionalidad, sexo u orientación sexual).

Guillem Agulló fue una víctima seleccionada, precisamente, por su credo político y por su compromiso activo contra la intolerancia. Murió víctima del odio pero a su asesino no se le pudo imputar el agravante del delito de odio. Y por eso también murió sin el debido reconocimiento que, con este tipo delictivo, la sociedad confiere a las víctimas y sus comunidades, a las que brinda una especial protección jurídica. Por eso mantener vivo su recuerdo en la memoria colectiva es el mejor reconocimiento que le podemos hacer ahora a aquel chico de 19 años que murió por ser como era y pensar como pensaba a manos de intolerantes y xenófobos de extrema derecha que no toleran que nadie piense de forma diferente.