La calle se está configurando como protagonista de la vida política de España. Las movilizaciones colocan en el centro de gravedad de la cosa pública a los ciudadanos. En principio, tal realidad no tiene por qué se negativa, más bien al contrario; puede ser una expresión de la voluntad ciudadana de hacerse oír y de participar en la gestión de la res pública, de los asuntos públicos. que configuran (para bien o para mal) su vida y su convivencia. No quieren limitarse a votar cada cuatro años. Dicho lo cual, puede resultar de interés evaluar cuál es la relación de las demandas y reivindicaciones ciudadanas puesta de manifiesto en las diversas manifestaciones y las personas, organizaciones e instituciones, que nos representan.

En teoría, los anhelos que están detrás de las movilizaciones deberían ser un marco de referencia, no el único, para afrontar mejores leyes y una mejor gestión. Son los políticos los que deben dar forma a tales demandas. Pero es una realidad constatable el divorcio entre ciudadanía y política. Reproduzco una reflexión de José Andrés Rojo: «¿Cómo puede compararse la exhibición de músculo de una movilización con una larga y tediosa sesión en un Parlamento, al que, además, solo se puede llegar tras una larga carrera de obstáculos? Entre un rabioso grito de unidad en torno a una causa y un bostezo, francamente, es difícil elegir el bostezo». El Parlamento, y no sólo él, está durmiendo sumido en un inmenso bostezo liderado (?) por la apatía de Rajoy, que pretende gobernar como si continuara gozando de mayoría absoluta.

En las próximas fechas se debatirá el proyecto de los Presupuestos para 2018. Se presupone un vivo debate considerando que es el documento básico donde se reflejan y concretan las políticas económicas, sociales etcétera, con sus prioridades de inversión y gastos. Rajoy basa su relato en la mejora de los datos macroeconómicos, pero ¿cómo se reflejan en los presupuestos?, ¿posibilitan la recuperación del terreno perdido durante los años de ajustes profundos?, ¿propician que la economía crezca mejor?, o ¿trata de enviar señales de recuperación, solo parciales, en algunas partidas de gasto, para tener un impacto electoral? En un reciente informe, el Defensor del Pueblo afirma: «Es hora de orientar la política económica hacia terrenos más equilibrados, conducirla a territorios más amplios y comprometidos»; y advierte que, si no se producen cambios en las políticas redistributivas, el malestar social (la calle) se acentuará. En consecuencia, tal debate no debería ceñirse sólo al interior del Parlamento. Debería producirse también en el ámbito ciudadano. Y los partidos políticos, aunque no sólo ellos, deberían liderar y propiciar tal debate ciudadano.

Pero reaparece la falta de articulación del tejido social y de las organizaciones políticas y sindicales entre otras, cuya causa es un inmenso error: la desconexión de las cúpulas de los partidos de izquierdas, integradas en las esferas oficiales, del mundo real de la gente. Eso ha dañado de manera grave a la socialdemocracia, cuya alternativa son los populismos imperantes en buena parte de los países de la UE. Pero, además, se añade un segundo error: pensar que la movilización social puede prescindir de las organizaciones políticas y sindicales. Si el primer error conduce a una pérdida de poder social, el segundo nos empuja a la ley del más fuerte, al desamparo ante el totalitarismo neoliberal. La mezcla de los dos errores pone el mundo en manos de personajes como Trump o como los variados sustitutos de Berlusconi.

Concluyo con una interesante reflexión de Luis García Montero: «Si malo ha sido que las cúpulas organizativas de la izquierda se hayan separado de la gente durante años, igualmente malos van a ser los movimientos sociales separados de unas organizaciones imprescindibles en la izquierda democrática».