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El imperio de la danza

Dansa València ha tomado la ciudad. Con fuerte acento femenino extiendo sus obras en distintos espacios hasta el próximo domingo, reivindicando una vez más la potencia expresiva de los cuerpos obedientes a una geometría plástica arrolladoramente elocuente. Mucho debe la moda al arte de la danza, desde la adopción de las primitivas «mallas» reconvertidas en «panties» y «leotardos» hasta las faldas de tul heredadas de los «tutús» o los complejos bordados y los motivos orientales que las fantasías de los Ballets de Diaghilev insertaron en los modistos franceses, y después en sus seguidores. Los corpiños ajustados de las «primas ballerinas» han pesado en tantas esquinas de la moda como los cuerpos elásticos de anchos tirantes en la instauración y auge de las cómodas camisetas. Y hasta el calzado sin tacones, de horma estilizada, ha acogido frecuentemente el nombre de «bailarinas».

El vestuario de los Ballets Rusos y su influjo en el primer tercio del siglo pasado ha sido objeto de muchos análisis. Menos, en cambio, la difusión de los ballets románticos en el siglo XIX, que ha pervivido esencialmente en no pocos trajes de fiesta y vestidos de novia. Sobre este tema, las restauradoras textiles Cruz Santamena y Elisa Santos publicaron en 2011 un interesante trabajo que revelaba cómo los cuentos y leyendas poblados de ninfas, hadas y ondinas que se representaban en las piezas de danza contribuyeron a fijar el ideal de la mujer decimonónica: «delicada, melancólica y sumisa». «Su icono más representativo -afirman- apareció en 1832 al estrenarse en la Ópera de París La Sílfide, por la célebre Marie Taglioni, que se deslizaba sobre el escenario frágil y etérea. Su vestido, diseñado por Eugène Lami, causó una revolución en las damas de la alta sociedad, que lo adoptaron con las modificaciones exigidas por la moral de la época, conservando la voluminosa falda blanca en varias capas de muselina y gasa alternadas con tarlatanas. Se le llamó «vestido Sílfide», del mismo modo que otros atuendos recibían el nombre de su portadora danzante: «manteleta Camargo» o el peinado «a la Fuoco», por la bailarina Sofía Fuoco.

La verdad es que en su versión fuera del teatro la vestimenta inspirada en la danza de hace 170 años conseguía cierto aspecto de sílfide, a costa de una tremenda pesadez: con nada menos que cinco enaguas guateadas o almidonadas debajo del vestido, eso sí, ligero y ondulante. Por otra parte hay que reconocer que todo esto favoreció la divulgación de los avances de la industria textil que permitió generalizar las muselinas, gasas y tules, que tanto han perdurado después. La danza de nuestros días es un grito de libertad, un testimonio patente de la voz y presencia femenina en el mundo actual. Su influencia debe encauzarse en otras direcciones. Sin embargo, al componer imágenes fugitivas aunque persistentes en nuestra percepción, enlaza con la moda, también efímera...sólo hasta cierto punto.

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