Hubo un ministro de Franco, de lo más azul y fascista que produjo el régimen, pero con un punto gracioso y un deje andaluz característico, autor de algunas de las frases más célebres y recordadas de aquel período demencial de nuestra historia. Una de ellas, pronunciada en uno de aquellos congresos sindicales tan multitudinarios como amañados, y como respuesta a una pregunta con tintes críticos en demanda de mayor libertad para los trabajadores qué: «¿Para qué queréis libertad, para robar y matar, para eso queréis libertad?».

A esa frase se podrían añadir otras igualmente célebres del mismo ministro como la de «¡Que se calle esa gallina histérica!» o la aún más suculenta en términos ideológicos como la de «¡Menos viajar y más ver la televisión!». Aquel ministro, de nombre José Solís Ruiz, no fue de lo peor de aquel sistema político antiliberal, entre otras cosas porque, por bonhomía o por ingenuidad, permitió un alto grado de infiltración en los Sindicatos Verticales que su ministerio controlaba, por parte de Comisiones Obreras, contribuyendo como un factor más y no pequeño al debilitamiento progresivo de las estructuras del régimen.

José Solís fue un ministro muy popular. Y es que el franquismo fue un ejemplo manifiesto de cómo los regímenes autoritarios pueden llegar a consolidarse y medrar con la complicidad del pueblo, aunque en ese caso resulte un pueblo muy poco soberano. Mal que nos pese a todos los demócratas, la transición en España fue sobre todo una operación de abajo arriba, o de dentro del propio sistema hacia fuera, pero en ningún caso fueron las masas reivindicando sus libertades políticas las que de verdad impulsaron su caída. Las largas colas de dolientes en el Palacio de Oriente serán siempre un testimonio incontrovertible del olor de popularidad, para vergüenza nuestra, en el que el dictador acabó sus días.

La libertad, y en concreto las libertades políticas, son un bien precioso que muchas veces es muy poco apreciado por la gente. En lo que llevamos de siglo las libertades políticas se han deteriorado enormemente en la mayor parte de nuestro planeta, según los rigurosos datos que nos ha aportado el último reporte anual de la Freedom House, una institución privada americana sin ánimo de lucro que realiza desde hace décadas un seguimiento estricto del nivel de libertades en el mundo.

Especialmente penoso es el caso de dos grandes países de nuestro entorno como son Rusia y Turquía, donde el autoritarismo de Putin y Erdogan, respectivamente, se impone cada vez de forma contundente dejando poco margen a la libre expresión del disenso político mediante el respeto a la oposición y los reiterados ataques a los periodistas y los medios de comunicación que dan soporte a la labor de crítica al gobierno. Sin el respeto a la oposición, que incluya una expectativa razonable de alternancia, y sin libertad de prensa, las libertades de los ciudadanos se encuentran amenazadas.

Pero lo peor que refleja el estudio es la fuerte amenaza a las libertades que sufre el país que ha sido desde su propia constitución el referente de los hombres libres: Estados Unidos. En un descenso sin precedentes, los Estados Unidos de Donald Trump han caído numerosos puestos en la escala que mide las libertades , aunque obviamente sin abandonar la parte más privilegiada de la clasificación. Precisamente porque ahora se está poniendo en evidencia más que nunca la fortaleza de las instituciones democráticas americanas frente a un gobernante sin escrúpulos, que ataca continuamente y sin compasión a los medios de comunicación que le critican, también sin compasción por cierto.

El caso de Trump revela una vez más que la restricción de las libertades suele ser una conjunción de factores en los que se combinan de forma conspiratoria los grandes intereses de la oligarquía económica enganchada a los privilegios del poder con la demagogia nacionalista, racista y xenófoba que agita las mentes del populacho. Las masas de perdedores, en el lenguaje de Trump, siempre están prestos a comprar la demonización de las capas ilustradas, la pequeña burguesía y la clase media alta de la población, que son las que casi siempre han dado soporte a las revoluciones liberales que han acabado consolidándose. Porque también hay muchos ejemplos, empezando por la Revolución Francesa y acabando por la Primavera Árabe, de revoluciones liberales con base popular que acaban como el rosario de la aurora, porque las masas exigen soluciones rápidas y milagrosas, mientras que un régimen de instituciones democráticas necesita tiempo para decantarse y consolidarse.

Y aunque la realidad es que llevamos un principio de milenio deprimente para los defensores de la libertad, lo esperanzador es que eso se produce dentro de un ciclo largo de varias décadas de recuperación democrática, debido fundamentalmente a la caída de las dictaduras comunistas a nivel global. El retroceso de las libertades en estos últimos años tiene mucho que ver seguramente con la fuerte crisis económica que hemos soportado. Cuando la gente lo pasa mal, los que sufren son sobre todo los que menos tienen, y eso genera un caldo de cultivo ideal para la demagogia de políticos populistas y sin escrúpulos. Confiemos en que la recuperación que empezamos a disfrutar con la vuelta al crecimiento global, contribuya cuanto antes a la decadencia de estos personajes y a su expulsión de un poder que tan miserablemente usurpan.