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Regalos divinos

Nací en un pueblo del que la universidad más cercana distaba dos horas largas en coche y en un hogar sin antecedentes universitarios y sin posibles para soñar tan siquiera con acceder a los estudios superiores. Si a eso le añadimos que la época tampoco era la más idónea para dar prioridad a la formación en vez de a un trabajo que, por precario que fuera, ayudara a la economía doméstica y que, además, éramos familia numerosa, me entenderán si les digo que cuando pisé la Facultad de Periodismo por primera vez tuve la sensación de que me había tocado la lotería. Y eso que por aquel entonces creo que no sabía ni el aspecto que tenía un décimo.

Con orgullo llegué a la universidad y con la misma satisfacción sigo recordando los años que pasé entre unas paredes que hasta que no me vi dentro no creí que se hubieran levantado también para mí. Pero con estas buenas sensaciones aún frescas les confieso que aquella etapa no fue exactamente un paseo por las nubes. Mi continuidad en lo que en esos momentos era el mundo en el que quería estar se encontraba sujeta a variables tan terrenales como mantener la beca que me permitía pagar el alojamiento y mantenerme en la ciudad donde cursaba los estudios y compatibilizarlos con pequeñas ocupaciones, por peregrinas que fueran, con que cuadrar el círculo de una subsistencia de guerra. Ni un solo día de los cinco años que duró la licenciatura perdí de vista que mi estancia allí dependía directamente de un esfuerzo que, además de contribuir a mi aprendizaje, era el salvoconducto hacia una ayuda económica sin la que probablemente ahora no estaría aquí contándoles esto. Tanto es así que cuando recogí el título fue para mí como un regalo de los dioses.

Es decir, lo mismo que le ha pasado a Cifuentes y a algún que otro más pero sin el punto divino.

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