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La crisis de los partidos

Cuando los gobiernos -y los partidos políticos- no deciden, son sustituidos por otros que sí lo hacen. Podemos y C´s lo saben. El PP y el PSOE parece que no

Durante años, el PP y el PSOE actuaron como los partidos de la estabilidad en España. Éramos entonces una democracia joven que se adaptaba rápidamente a las costumbres europeas. Las instituciones se modernizaban, las empresas se internacionalizaban y el prestigio de la Transición marcaba un camino de democratización que pronto sería estudiado en otros países. PP y PSOE se alternaban en el poder sin que se produjeran grandes sorpresas. Ambos descentralizaron el país, ambos siguieron la estela europea, ambos impulsaron políticas de protección social. De los socialistas se esperaba una mayor apertura al legislar sobre lo que, de un modo u otro, concierne a cuestiones morales. Del PP se esperaba un estricto control presupuestario y políticas más favorables al dinamismo empresarial. Pero las diferencias eran muy matizadas, a veces imperceptibles, puesto que ambos ofrecían políticas de centro -más socialdemócratas que conservadoras o liberales-, las cuales se veían beneficiadas por una demografía propicia, una enorme inversión exterior y los efectos positivos que tuvo a medio plazo la reconversión industrial y las inversiones en nuevos equipamientos tecnológicos. Durante varias décadas, PP y PSOE, cada uno con sus peculiaridades y también con sus errores, modernizaron el país y lo hicieron más inclusivo, más solidario, más competitivo, más abierto.

Tras la crisis de 2008, sin embargo, todo empezó a cambiar. Si se quieren buscar las raíces del problema, quizás se pueda aducir que la segunda legislatura de Aznar con su política atlantista desacomplejada y su pulso firme contra el terrorismo etarra sembró las semillas de la discordia posterior. No estoy de acuerdo, aunque puedo entender el sentido de la argumentación. Durante aquellos años, las tensiones internas empezaron a acentuarse en Europa tras una década de los noventa relativamente tranquila. A pesar de la puesta en marcha del euro, el impulso comunitario decaía, imponiéndose en la calle una nueva sentimentalidad que reflejaba el primer malestar. Zapatero recogió esa sentimentalidad y se embarcó en una política que, por vez primera, rompía con muchos de los consensos previos. Cabe preguntarse cómo habría evolucionado España si el zapaterismo hubiera obrado de una forma menos imprudente, no sólo en lo económico. Con la llegada del crack, de repente todas las tensiones se aceleraron y, al bajar la marea, la nación empezó a emerger desnuda. Fue un cambio repentino, se diría que imprevisto. Desde luego, este movimiento tectónico no afectó sólo a España, sino que reflejaba un cambio global que se extendió a la mayoría de partidos de la estabilidad europeos. En cierto modo, con la voladura del bipartidismo, la Unión se italianizó y se hizo más ingobernable. La economía se hundía, desaparecían empresas centenarias, la deuda soberana amenazaba con hacer quebrar el euro. La extrema derecha y la extrema izquierda cobraron una fuerza inusitada, mientras la retórica de los populismos se cebaba contra las instituciones. Como un demonio que enlazara directamente con la primera mitad del siglo XX, resurgió la perversa amenaza del totalitarismo.

Hay que fijarse en el movimiento pendular: una crisis no va desligada de la otra. La ausencia de proyecto de gobierno -en el fondo, de soberanía política- va unida a un descrédito de la democracia representativa y a la tentación afilada de los populismos. Observemos lo que sucede en España y cómo el PP y el PSOE -primero lentamente, luego de modo acelerado- han ido perdiendo su perfil propio, entre la metástasis perversa de la corrupción, la pésima selección de sus elites, el cobarde fervor demoscópico, la ausencia de valor a la hora de gobernar. Porque la política es el arte de la prudencia, pero también el de la seducción y la esperanza. Y, rara vez, la prudencia equivale a la parálisis o a ocultarse detrás de una norma, una ley o un algoritmo, como hizo la UE con los flujos migratorios, una de cuyas consecuencias -nadie podrá decir que imprevista- ha sido la victoria por mayoría absoluta de Orbán en Hungría. Si los gobiernos no deciden, otros decidirán por ellos. Si los partidos de la estabilidad no actúan con valentía, serán también otros los que lo hagan. Cs y Podemos lo saben. Los que parece que no son el PP y el PSOE.

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