Mucho he hablado del ozono estas semanas, pero nada acerca de lo que le ha dado fama: el archiconocido «agujero». No existe tal agujero, como espacio atmosférico sin presencia de este gas. Por el contrario, con dicho término se trata de describir una disminución de su concentración. Además de la ya descrita interacción con la radiación solar, la concentración de gases que se puedan combinar con el oxígeno monoatómico influyen en la cantidad de ozono. Uno de ellos es el óxido de azufre, SO2, emitido por los volcanes. No es casual la disminución de ozono después de las erupciones de El Chichón (Méjico), en abril de 1982, y del Pinatubo (Filipinas), en junio de 1991. Este último emitió a la atmósfera unos 17 millones de toneladas de SO2. En 1993 se alcanzó la media mundial más baja, 280'17 UD, anunciada en diciembre de 1992 por una media mensual de 273'62. Más preocupante es la interacción con el cloro libre por la emisión de los clorofluorocarbonos, los CFCs, empleados en numerosos procesos industriales y especialmente como propelente en los cotidianos aerosoles. A raíz de esa interacción, se firmó en 1987 el Protocolo de Montreal que establecía su prohibición. En 2017, la media mundial se había recuperado hasta las 288'18 UD. El «agujero» de ozono es un fenómeno polar y especialmente antártico por las especiales condiciones de aislamiento del continente blanco. Al sur de los 60 grados australes, las concentraciones mensuales pueden caer por debajo de las 200 UD: 188'58 en octubre de 2005. La mínima anual se dio en 1998 con 254'88 UD, si bien precedida por extremos como las 292-293 UD de 1988 y 1994 o las 259 de 1992 y 1996. En 2017, marcó 284'54 y no ha vuelto a caer de las 250 UD, confirmando su recuperación. No siempre hay malas noticias.