Nadie debe escandalizarse si afirmo que el acoso escolar ha existido siempre. Hace cuarenta años se acosaba igual que ahora, pero con medios más rudimentarios. Normalmente, un grupo de tres o cuatro adolescentes insultaba, quitaba los apuntes, pisoteaba el almuerzo y empujaba hasta tirar al suelo a quien le molestaba, frecuentemente un estudiante brillante que por el simple hecho de serlo se hacía acreedor del desprecio y la violencia de quienes, con otras dotes personales, no atesoraban la académica. El acoso era entonces cara a cara y esto generaba algunas peleas a brazo partido en los recreos o a la salida del centro educativo camino de casa. Ahora no, ahora el acoso tiene un nombre anglosajón «ciberbullying». Es un acoso cobarde en el que no se da la cara, que permite, a través de los teléfonos móviles y los ordenadores, que la manada se extienda de unas pocas personas a decenas y hasta a cientos de estudiantes, con lo que el daño que se genera a quien es acosado es exponencial. Además, todo queda por escrito y al acceso de cualquiera que puede reenviar los tuits y los whatsapp infinitamente. ¿Y quién tiene la culpa de la descontrolada situación actual? En mi opinión, los padres. Si no dejamos que nuestro hijo de siete años conduzca un vehículo por una autopista, ¿por qué le permitimos que tenga un smartphone a esa edad y le consentimos que ingrese en el ciberespacio, abra cuenta en Facebook, Twitter e Instagram, y cree grupos de whatsapp cuando no tienen ni edad ni madurez suficiente? Los padres tenemos la culpa de entregarles herramientas que a ciertas edades les dañan más que benefician. Y, además, sin control, porque no estamos capacitados técnicamente para ejercerlo con éxito. Luego vienen los problemas y ¿hacia dónde miramos? Hacia los profesores y la escuela, que siempre es lo más fácil y socorrido para eludir nuestra responsabilidad.