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Eruditos a la violeta

El caso Cifuentes ha sacudido el panorama universitario, político y mediático. La presidenta de la Comunidad de Madrid se encuentra en una situación insostenible y debería asumir su responsabilidad, habida cuenta de las evidencias contundentes sobre la falsedad del máster. Ciertamente, son exigibles a los servidores públicos honestidad y veracidad en los méritos relacionados en sus currículos, cuya artificial inflación ha sido práctica común entre la clase política y resulta indiciaria de una degeneración propia de nuestro tiempo. Un comportamiento deshonesto consentido y legitimado por la costumbre. Estar en posesión de un título universitario venía siendo una prestigiosa credencial, que permitía catapultar a sus poseedores hacia las cotas más altas de poder. El marchamo académico confería a los políticos una pátina virtuosa y apuntalaba las aspiraciones de los líderes más avezados.

En un mundo donde, en tantas ocasiones, el principal mérito para ascender en el escalafón es la obediencia debida a los superiores, disponer de un título era garantía de buen hacer y síntoma inequívoco de valía. Por ello, resultaba imprescindible acaparar méritos académicos; nada importaba si eran verdaderos o falsos, si se habían adquirido esforzada o fraudulentamente, con tal de hacer alarde de una copiosa educación.

Ser universitario debería ser condición sine qua non para el ejercicio de un cargo público, hasta ahora accesible sin restricciones, aun careciendo de formación adecuada para tales cometidos. Habría de exigirse mérito y competencia para el desempeño de los asuntos públicos, al igual que se exige para el acceso a la función pública. Los aspirantes a gestionar la res publica deberían contar con las capacidades adecuadas a ese fin, porque el respaldo popular que los votos confieren no puede legitimar incapacidades ni suplir carencias.

En todo caso, a estas alturas, el daño infligido a la universidad pública, en general, y a la Universidad Rey Juan Carlos, en particular, es incuestionable y, tal vez, irreparable. Lo único que se puede y se debe hacer es intensificar los controles de legalidad y procurar la transparencia, objetivos considerados prioritarios desde hace tiempo. El mal ya está hecho. Véanse las quejas estudiantiles y la indignación del profesorado y del personal de la casa, cuyos títulos y trabajos han quedado devaluados y en entredicho. Del mismo modo, se ha hecho patente el menosprecio y el agravio comparativo hacia los estudiantes, esforzados intelectual y económicamente para obtener su reconocimiento académico.

Asistimos a la instrumentalización de la universidad por parte del poder político, a su infravaloración y desprecio a raíz de ciertas prácticas torticeras perpetradas en connivencia con algunos de sus miembros. No es el único caso, es bien sabido, y convendría extraer una dolorosa pero ejemplarizante lección.

Por si esto fuera poco, algunas voces han aprovechado la coyuntura para degradar por completo la educación superior y esgrimir la consigna cansina del excesivo número de universidades, ignorando que no se crean por generación espontánea sino por decisión política. Al final, el mérito se hace sospechoso y acaba convertido en demérito y los títulos universitarios se ven injustamente devaluados por la inasistencia y la no evaluación de una alumna aspirante a ilustre.

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