De todo lo que está pasando con el dichoso máster, lo que más me molesta es el papel de la universidad pública en este embrollo. Lo otro era previsible. Que el poder mienta, estire sus tentáculos y ponga todo a su favor, lamentablemente ya no sorprende, solo indigna. Lo que entristece es que la universidad, teórico refugio del conocimiento, se contamine, abra sus puertas al mercadeo y genere desconfianza social.

Ya había sospechas con todo el conflicto de los profesores asociados, como caparazón que encubre abusos y funciones muy diferentes a las previstas. También recelos acerca de influencias, oposiciones dudosas, puestos de trabajo heredados y silencios, demasiados silencios, que ocultan situaciones poco ajustadas a lo que se supone que debe ser la universidad.

Por eso conviene levantar las alfombras y abrir las ventanas para ofrecer a la sociedad una institución cargada de valores que van más allá de los conocimientos científicos, imprescindibles, y que han de empapar a las personas de ética, de conciencia, de compromiso social, de ciudadanía, de educación integral. Es básico que todos confiemos en la universidad, que la percibamos como una pieza esencial en nuestro proceso de crecimiento (tanto el profesorado como el alumnado), de investigación, de avance. Es absurdo el torpe mensaje de «cuando se aprende de verdad es cuando se sale de la universidad». Es absurdo y falso.

Pero la institución centenaria está formada por hombres y mujeres que tienen su lado oscuro y, supongo, es inevitable que se produzcan reveses y podredumbres. La clave es cómo se resuelven esos desajustes de manera rotunda sin afectar a su credibilidad. La transparencia absoluta, la revisión de los procesos, la equidad, las evaluaciones justas, las explicaciones, la participación de todos los sectores implicados en cada procedimiento, incluido el alumnado claro, han de dejar a salvo el proyecto universitario común. No entiendo por qué, en toda la revisión del máster de Cifuentes, no está el alumnado presente.

Mientras, los políticos que abusen y que manipulen las instituciones para favorecer el viento en sus velas, deben desaparecer del mapa social e irse a su casa, sonrojarse, y llorar sus miserias. Y nosotros hemos de consolidar la universidad de todos como antídoto del trapicheo y garantía del progreso común.