Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Primavera... limpieza de libros

Hay dos fechas fundamentales en las que suelo hacer una limpieza a fondo de los estantes en donde descansan, cuando les dejo, mis libros: en el otoño, con los primeros vientos frescos del norte, y en primavera, con las brisas cálidas y el olor a flores. Para el primero -el otoño- suelo escoger el día de las ánimas, con su noche y sus palmatorias, por si es verdad que los difuntos tienen su día de asueto, y en primavera me acerco a la celebración de ese día en el que parece que se oyen las voces de Cervantes, Quevedo, Miguel Hernández en su tierra, Dante en la suya, trasportadas por esas brisas que ya se acercan. Son fechas en las que me paso buenos ratos escrutando los libros que más me importan para verificar que los malditos pececillos del papel no se han llevado por delante algún pasaje fundamental. Y, ahora que lo pienso, déjenme que les pregunte: ¿no les habrá salido a esos roedores el enemigo que vengue a los libros de tanta destrucción? Me estoy refiriendo al virus informático que destruye de una manera inmisericorde y de un zarpazo páginas y páginas repletas de historias, reflexiones, poemas, mensajes y tantas cosas más.

Pero estos son también tiempos de reencuentros porque de repente aparecen aquellos ejemplares que no he podido encontrar por mucho que los busqué, como, por ejemplo, Poesías completas, de César Vallejo, enviadas por un amigo desde Perú, ya que aquí aún estaba en vigor aquel fatídico Índice que nos prohibía todo libro que no pasara por la criba de los eclesiásticos...: «Murió mi eternidad y estoy velándola»... César Vallejo... Sus hojas ya amarillean. O el rebelde Quincas Berro Dágua, con el gran comienzo a Los viejos marineros, de Jorge Amado, que siempre releo con placer cuando lo encuentro, así como mis novelas breves por las que tengo una especial querencia: Pedro Páramo, El corazón de las tinieblas, El extranjero y algunas más. Por estas fechas también busco los ejemplares viejos y amarillentos que mi padre tantas veces releyó: su Tirant lo Blanc y las Poesías de Ausiàs March. Aún veo las huellas de sus dedos sobre el papel ya bien gastado. Busco mis primeros ejemplares, en donde leí prácticamente todo Dostoyevski de quien su nueva y mejor traducción posterior me ha ofrecida muchas novedades, Stefan Zweig con aquel lenguaje suyo tan sencillo, pero profundo, brillante, sugerente... «Como una fiera salvaje en la prisión de su soledad...», «...la invisible pared del silencio...», «...el atardecer derramaba noche...». Cosas así.

Tenía que hacerles un homenaje a los libros, que me han acompañado casi desde que nací. Porque primero apareció mi padre leyéndome aquellas historias maravillosas cuando me acostaba, y yo creía que las sacaba del pozo aquel del patio en donde todo brillaba por el efecto de la luna y entendí que eran como mundos aparte. Más adelante, y a través de mi vida y mis lecturas, me di cuenta de que yo me había convertido en sustancia de aquellas historias, como si se me pegaran en la piel y me ayudaran a crecer, pensar, discurrir, discutir y defender mis ideas... Nuestro filósofo de cabecera Emilio Lledó nos diría que, si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos, y ambas actitudes son formas de libertad. Precisamente los libros son el más asombroso principio de esa libertad, una luz que nos deja presentir la salvación frente a todas esas aberraciones de fuera que nos apelmazan el cerebro. En el silencio de la lectura -dice el filósofo- suena otra voz distinta que nos permite vivir otros mundos.

En fin, hablando en román paladino, leer es como alimentar bien al cerebro. Y, por cierto, me temo que no sea buen alimento esa especie de «conversación» construida con medias palabras, además inconexas, que vienen vía aparatos electrónicos y que, más que nutrir, desconciertan y yo diría que, mal usados, hasta destruyen. Porque el uso de la mente es tan importante como el uso del estómago. ¿Imaginan un cuerpo bien nutrido, bien ejercitado por medio de yogas, deportes, etcétera, pero con las neuronas, que nos permiten pensar, deficientes a consecuencia de su desuso, una mala educación...? Los libros nos facilitan conversar con aquellos que nos ofrecen sus escritos y, con ellos, sus ideas, que es en donde pusieron lo mejor de sí mismos; nos permiten también el milagro de conversar con los que ya no existen, pero nos dejaron su sabiduría y sus experiencia. El legado de la palabra escrita no tiene precio.

Y, al filo de esta última reflexión, déjenme que termine con una especie de eslogan que vi en una librería y que me pareció digno de ser colgado en las escuelas, institutos, universidades y en todas partes : «Un niño que lee será un hombre que piensa». Y un hombre que piensa será capaz de defender sus ideas y sus derechos frente al mundo. Y el mundo no está como para andarse con rodeos...

Compartir el artículo

stats