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¿Y si la honestidad figurara en los currículos?

Es lamentable el testimonio de quienes consideran que un diploma dentro de un marco les otorga, además, cierta superioridad social e, incluso, moral. Lástima que tan reluciente impreso no vaya acompañado de la honestidad y la humildad de las que, a todas luces, carecen.

Con la llegada en 2010 del tan famoso como controvertido Plan Bolonia, las universidades de nuestro país contaron con un plazo de tres años para adaptarse al nuevo escenario académico, en el que los estudios quedaron divididos en grados de cuatro años, másteres y doctorados. Simultáneamente, la brutal crisis económica llenó las aulas de jóvenes universitarios que, al terminar su carrera, no encontraban trabajo y decidían ampliar su formación mientras aguardaban la llegada de tiempos mejores. Y así el fenómeno provocó un fuerte aumento en las matriculaciones de unos títulos que, en demasiadas ocasiones, fueron creados sin tener en cuenta ni su continuidad con los citados grados ni la subsiguiente inserción profesional, aunque en el imaginario popular suponían la llave que abriría las puertas al ansiado puesto de trabajo.

Sin embargo, la cruda realidad es otra bien distinta. Miles de graduados inician cada año uno de los incontables másteres que se ofertan en nuestro país, por más que los actuales empleadores ya no se dejan impresionar por la susodicha línea adicional en los currículos. En todo caso, la oferta es amplísima: presenciales, semipresenciales, no presenciales, públicos, privados, oficiales y no oficiales. Por desgracia, junto a los más respetables (cuesten o no un ojo de la cara) se mezclan los que solo sirven para engordar currículos y, como modalidad reciente, los que te regalan por amiguismo si eres un cargo público o un individuo influyente.

Caso aparte constituyen los denominados másteres habilitantes, obligatorios para poder realizar posteriormente el doctorado o trabajar en una profesión regulada (abogados, psicólogos, arquitectos, ingenieros...) y que, aunque no garantizan un empleo, es obvio que se traducen en un gran negocio para las universidades. Por el contrario, los que no son obligatorios conforman un cajón de sastre en el que caben desde los mejores (duración de más de 500 horas, calidad contrastada, alto nivel) hasta los peores (puro camuflaje y mero relleno). En definitiva, acreditaciones y certificados que, para no ser tachado de falto de cualificación o carente de motivación, a veces son simple humo que enmascara la incompetencia de su poseedor, con lo que ello supone de flagrante injusticia respecto a numerosos estudiantes cuyo talento, valía y dedicación están fuera de toda duda.

Persiste la sensación de que estas enseñanzas complementarias van a alimentar las más variadas expectativas después de décadas de formación. Sin embargo, algunas son bastante difíciles de adquirirse, como un correcto aprendizaje de idiomas sin necesidad de residir en el extranjero, una educación financiera acorde con los tiempos y, por duro que resulte, la aceptación de que no existe tanta demanda como oferta de graduados, doctores y expertos que cada fin de curso salen a la arena de la vida. Hoy en día, la falta de experiencia equivale tristemente a precariedad y a bajos salarios. Es la pescadilla que se muerde la cola.

Aun así, más lamentable si cabe es el testimonio de quienes consideran que un diploma dentro de un marco les otorga, además, cierta superioridad social e, incluso, moral. Lástima que tan reluciente impreso no vaya acompañado de la honestidad y la humildad de las que, a todas luces, carecen. Considero intolerable esta escandalosa práctica de distorsionar los datos académicos por parte de algunos miembros de partidos políticos, convencidos hasta la fecha de que ningún incauto ciudadano terminaría por darse cuenta. Confío en que a partir de ahora haya un antes y un después, y que triunfe la evidencia de que no es lo mismo disponer de un título que acreditar una valía. Permitir que la incompetencia y la mentira se abran paso, mientras el talento y la transparencia se quedan a las puertas por falta de medios o de oportunidades, constituye un enorme fracaso. Urge reconsiderar las vías para acceder al mercado laboral y, ya de paso, al ejercicio del noble arte de la política.

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