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Teresa Domínguez

La justicia (ya) no tiene nombre de mujer

Cinco hombres introducen a una mujer en un portal, le ordenan un seco «¡calla!» que anuncia represalias, la esconden en un cuarto inmundo donde apenas caben, dos la aprisionan con sus cuerpos contra una pared, todos la rodean, la agobian, no puede pensar, ni hablar, ni defenderse y, entonces, sin más, le arrebatan el bolso, hurgan en su interior, rebuscan, manosean y toquetean cuanto quieren hasta que dan con la cartera y el móvil. Los cogen, tiran el bolso al suelo y se van dejándola acurrucada, sola y muerta de miedo, en el oscuro recinto, en plena madrugada. Cualquier juez los condena con los ojos cerrados. Es un robo con violencia e intimidación de libro. El mismo portal, los mismos hombres, la misma mujer, el mismo control y un pavor mucho más atávico -perder tus bienes no es perder tu dignidad-, pero con un objetivo distinto: el asalto sexual. (Casi) Cualquier juez concluye que no se ejerció ni violencia, ni intimidación; solo abuso sexual con penetración. Lo prueban muchas sentencias. Entonces, ¿dónde está la diferencia? Obviamente en el objeto jurídico que protege en cada caso nuestro sacrosanto código penal: la propiedad privada, en el primer supuesto; la libertad sexual, en el segundo.

Y la conclusión, por fácil, no es menos tenebrosa. Tenemos claro el castigo cuando alguien osa arrebatarnos un bien material pero a los jueces les tiemblan el pulso y las carnes cuando de la indemnidad sexual de una mujer se trata. ¿Tan difícil es entender que cualquier acercamiento sexual no deseado es violento para quien lo sufre? ¿De verdad tenemos que conformarnos con la idea de que ni nuestros jueces ni nuestro ordenamiento jurídico es capaz de entender ese concepto tan primario? ¿Esa necesario ser mujer para captarlo?

Debe ser que sí, porque la exposición impúdica, el vapuleo social, judicial y personal a los que se ha visto sometida la víctima de la manada (me niego a otorgarles la gracia de la mayúscula), ella y todas las que han/hemos pasado por episodios de violencia sexual (en realidad, somos todas; ¿alguien conoce, de verdad, a alguna niña, adolescente, mujer que no haya sufrido algún ataque sexual en mayor o menor grado a lo largo de su vida?), solo se explica desde esa falta de empatía.

Las calles llevan contestando a los jueces, a los legisladores y a los gobernantes desde la aciaga una de la tarde del jueves con una claridad que no ofrece dudas. Son gritos de desgarro nacidos de un silencio milenario. Un basta ya que no debe caer en el vacío. Y denotan un divorcio amargo, peligroso y decepcionante entre los que dictan e interpretan las leyes y al menos, la mitad de la sociedad (bastante más de la mitad; conozco a muchos hombres que comparten ese dolor bañado, en su caso, por la vergüenza de género). No es una guerra de mujeres contra hombres, de histéricas (así concebían a nuestras primeras luchadoras) desbocadas contra el otro sexo. Es una guerra de personas contra bestias.

Si alguien no tiene claro a estas alturas lo que es violencia sexual, se lo explicaré en sucintos ejemplos. Violencia sexual es la niña paralizada a la que el pederasta sienta en su regazo para deslizar la mano bajo su falda. Violencia sexual es la adolescente asustada a la que un desconocido manosea solo porque la encuentra sola en una calle. Violencia sexual es la mirada al escote, ávida y babosa, que su dueña no ha permitido. Violencia sexual es soportar en silencio y entre lágrimas que el maltratador se alivie sobre ti solo porque un día cometiste el error de firmar un contrato (o no). Y violencia sexual, por supuestísimo, es meterte en un portal de madrugada, encerrarte en ese cuarto inmundo, echarte el aliento hediondo mientras te aprietan contra una pared y te manosean, arrancarte las prendas justas para tener acceso a tus orificios, girarte bruscamente la barbilla para introducirte un pene en la boca y así, uno detrás de otro, los cinco, todos hombretones ya de cierta edad, cuantas veces y de cuantos modos se les antojó. Y al terminar, como el que acaba de comerse un bocadillo y tira al suelo, ya hecho una bola arrugada, el papel de aluminio que lo envolvía, se van y te dejan tirada. Podía ser tu madre, tu hija, tu hermana. Incluso podías ser tú. La intimidación ha quedado más que clara, ¿no?

Así que, sí, estoy por el cambio legal, porque haya un único tipo penal -la agresión sexual sin más- con distintos grados de gravedad, si con eso se gana margen de seguridad jurídica para que jueces con pulso débil no tengan que dudar al sentenciar. Pero es que, en este caso, la redacción del código penal permitía ir más allá. Bastante más allá. Pero han preferido quedarse mucho más acá. Me sorprende que el tribunal haya necesitado cinco largos meses -echen un vistazo a las hemerotecas y verán todo lo que ha pasado en este tiempo en un mundo que no ha dejado de girar- para emitir una sentencia jurídicamente plana y nada innovadora.

Del otro, el del voto particular y el jolgorio, ni hablo. No lo merece. Solo dos cosas: lástima de árboles empleados en los ciento y pico folios que gastó para derramar su mala baba y recordarle que a muchos violadores también les sugirieron excitación sexual los gestos, sonidos y expresiones de su víctima mientras la sometían.

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