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La última testigo

Qué lejos y qué cerca queda el siglo XIX. Su presencia en nuestra época constituye una huella viva: del impacto de la globalización y la industria al nacionalismo y el marxismo, todo ello tuvo su origen en aquella centuria. El XIX conoció el auge del Romanticismo, del que somos al menos emocional y culturalmente herederos, y el colapso del imperio español, con su retahíla de guerras civiles que siguen arañando nuestra conciencia nacional. El XIX es el siglo de las grandes novelas -esa arquitectura de la conciencia europea- y de un sinfonismo que arrumbó las proporciones clásicas. Esta semana -leo en la magnífica página de Jason Kottke- ha muerto la última persona nacida en el XIX, que es como decir que hemos perdido el último testimonio viviente de nuestros antepasados más directos -del fundamento casi inmediato de la vida moderna. Se llamaba Nabi Tajima, era de Japón -ese país de centenarios- y tenía 117 años. Había nacido el 4 de agosto de 1900, cuando todavía gobernaba la reina Victoria, existían los antiguos imperios coloniales y el país nipón buscaba acelerar su industrialización dejando atrás un feudalismo secular. Kottke apunta que, para hacernos una idea de su edad, basta pensar en la Segunda Guerra Mundial y el estallido de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, cuando Nabi Tajima tenía cuarenta y cinco años de edad y había cruzado ese punto - nel mezzo del cammin di nostra vita- que Dante, en la Divina comedia, sitúa en los treinta y cinco años. Sus ojos vieron guerras y hambrunas, la derrota de su país y la ocupación americana, la expansión tecnológica del Japón y el peculiar fenómeno del aislamiento social de los hikikomori (jóvenes que ya nunca salen de su habitación). Como un raro privilegio concedido sólo a unos pocos, pudo contemplar un largo arco de tres siglos que suma no pocas generaciones.

El conocimiento de la Historia requiere la experiencia personal y el testimonio directo, aunque a menudo únicamente la distancia que concede la memoria nos permita dibujar sus contornos más precisos. Hablamos con más autoridad de aquello que hemos conocido de primera mano, sin necesidad de cifras ni datos. Los que vivieron la Transición se asombran ante la lectura que hacen de aquellos años las nuevas generaciones; igualmente, los que participaron en la Guerra Civil tienen una percepción de los hechos distinta a los que no la sufrieron. Son dos ejemplos cercanos que enfatizan la importancia del testigo. Los llamados filósofos de Auschwitz han reflexionado sobre el peso de un testigo capaz de pronunciar el nombre de la justicia -"esto fue así y sucedió en este lugar"-. Sin testimonios, la Historia se confunde con la recreación y el mito.

La muerte de Tajima nos arrebata el último testigo del siglo XIX. Hace tres años quedaban cuatro, ahora ya ninguno. Habrá contemplado con asombro los cambios en las costumbres, en el paisaje urbano y moral, en las relaciones de poder. Habrá visto surgir las nuevas tecnologías, habrá rezado a sus dioses y llorado a sus seres queridos. Habrá sufrido decepciones, engaños, gozos y alegrías. Nos quedan los libros, la arquitectura, la música, la creación de algunos Estados y los restos de una civilización que cada día se desdibuja más en nombre del progreso. Tajima ha muerto y con ella decimos definitivamente adiós a un pasado que perdura ya sólo en nosotros, sus descendientes.

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