En una lamentable pasada de frenada el ministro de Justicia no sólo ha sembrado dudas sobre las facultades de uno de los magistrados que ha juzgado a La Manada sino que, lo que es más grave, se ha saltado a la torera esa fina pero infranqueable línea entre poderes que en cualquier Estado democrático que se precie no se debe traspasar. Vaya por delante que estoy lejos de compartir la interpretación de ese juez sobre lo que ocurrió aquella madrugada de sanfermines en la que cinco hombres hechos y derechos se aprovecharon de una chica, con independencia de las circunstancias que rodearan el antes y el durante de esa bárbara agresión (discúlpenme pero a tenor de los hechos probados a mí lo de abusos se me queda corto). Pero una cosa es discrepar de un fallo judicial y que miles de personas salgan a las calles para manifestar su rechazo, lo que entra dentro del sano y constitucional ejercicio de la libertad de expresión (¿por qué los jueces iban a estar exentos de que se valoraran sus decisiones?) y otra muy distinta es que el Ejecutivo reaccione con esa misma visceralidad en un ejercicio patético e interesado de buscar una empatía de la que después cosechar votos. Ha ocurrido ahora pero sucedió también con el pequeño Gabriel y la prisión permanente revisable, con Diana Quer, con Marta del Castillo... Casos que es lógico que toquen la fibra de la ciudadanía pero ante los que el Gobierno, lejos de echar gasolina al fuego, debería actuar con una mesura de la que hace ya tiempo que adolece. Reformar el Código Penal a golpe de arrebato no creo que sea lo más aconsejable. Y luego está esa reprimenda del ministro al CGPJ por no haber tomado medidas como si ése fuera el único juez bajo sospecha que está en activo. Me ha recordado al capitán Renault explicándole a Humphrey que le cerraba el Rick´s Café porque había descubierto que se jugaba mientras un camarero le entregaba lo que había ganado con sus apuestas.
