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El final definitivo de ETA

La mejor noticia de la semana, y del año (un año plagado de malas noticias) ha pasado relativamente desapercibida: la disolución definitiva de ETA. Y esto ha sido así por dos motivos complementarios. Por una parte, ETA ya se rindió hace mucho tiempo, y había dejado de actuar desde entonces: en octubre de 2011, poco antes de las elecciones que llevarían a Mariano Rajoy a la Moncloa, ETA anunció el «cese indefinido de la violencia». Fue su forma de rendirse; una rendición envuelta en un discurso petulante y ridículo, pero rendición al fin.

Rajoy hizo con esta rendición lo que hace con muchas cosas: no se dio por enterado. Hizo como si dicha rendición no hubiera tenido lugar. Así que siguió, como si tal cosa, con ETA rindiéndose y el Estado negándose a aceptar la rendición. El argumento, comprensible en principio, era que ETA no tenía ninguna credibilidad, y por lo tanto no había que conferírsela ahora. El problema de dicho argumento era que pocos años antes, cuando ETA anunció una tregua «sólo para Cataluña» negociada con Carod Rovira (entonces conseller en cap de la Generalitat catalana liderada por Pasqual Maragall), la derecha española sí que creyó a ETA, a pies juntillas. Curiosamente, cuando ETA negó tener nada que ver con los atentados del 11M, sólo unas semanas después de la tregua «sólo para Cataluña», allí la derecha española volvió a su estado habitual de descreimiento y no le dio ninguna credibilidad al comunicado de ETA.

Es decir, y hablando con claridad: a la derecha española no le convenía demasiado certificar el fin de ETA, porque ello habría validado que el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero (a quien llevaban acusando durante dos legislaturas de pactar con ETA, de regalarle Navarra a ETA, y un largo etcétera de barbaridades) hubiera sido el partido y el dirigente que dieron fin a ETA, por mucho que Rajoy lo certificase. Y porque, digámoslo también claramente, ETA ha funcionado estos últimos años como pretexto justificativo para aplicar restricciones a las libertades, a veces de forma particularmente ridícula, extremada y autoritaria, como sucedió con los titiriteros encausados por la Audiencia Nacional por una pancarta de «Gora Alka-ETA», o actualmente en el juicio de Alsasua, cuyos acusados han estado más de un año en prisión provisional por aplicársele el delito de terrorismo a lo que, conforme van apareciendo pruebas y desmintiéndose otras, más parece un altercado menor.

Por desgracia, este tipo de actuaciones, además del tiempo transcurrido desde que ETA se rindió, también nos ha llevado al escenario contrario: el afán por relativizar lo que fue ETA, incluso por blanquear su pasado. Cierta izquierda (o pretendida izquierda; al menos, ellos se presentan así) parece reencontrarse con lo que parte de la izquierda española consideraba que eran los etarras en sus orígenes: unos luchadores por la libertad frente a la dictadura de Franco. Esta izquierda glorifica figuras como la de Arnaldo Otegi y se dedica a relativizar los 800 muertos de la banda terrorista y el ambiente de opresión -auténticamente asfixiante durante décadas, sobre todo en los pueblos- a que sometió ETA a la sociedad vasca. No sabría decirles si lo hacen por ignorancia, por afinidad con los objetivos (obviamente, no con los métodos) de ETA, o por una combinación de ambos factores. Pero ahí está.

Así que el final de ETA, por desgracia, constituye una noticia agridulce. Y no porque no signifique nada, dado que ETA ha sido la principal amenaza y factor perturbador para la democracia española al menos desde que, en 1981, fracasase el golpe de Estado y el Ejército quedase desactivado como factótum de una nueva involución política. Sino porque parece que algunos, incluso ahora, prefieren no darse por enterados, y otros tratan de reescribir la historia según convenga a su dialéctica.

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