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Marx, 200 años

La caída del muro de Berlín no solamente significó la entrada del capitalismo en la zona oriental y comunista, sino que también significó el acceso del comunismo, de un cierto comunismo, a Occidente. De ahí que ambos se contagiaran. Durante un tiempo han convivido ambos modelos. China es el ejemplo más paradigmático, una combinación entre el partido comunista y el capitalismo más desmelenado. Entre el rigor del Estado y la barra libre del mercado. Sin duda, el muro berlinés cayó hacia los dos lados, y los escombros cubrieron ambas zonas, en principio, irreconciliables. El marxismo, retenido y amordazado más allá del telón de acero, se liberó y echó a correr por Occidente, adoptando distintos modos y disfraces. Si el término comunismo causaba irritación, entonces se echó mano de algunos eufemismos, como por ejemplo: Antisistema, Antiglobalización hasta alcanzar el más reciente movimiento de los indignados. Relajó su indumentaria, abandonando los colores oscuros y terrosos para vestirse con ropas más holgadas y de colores más vivos. El fantasma del comunismo, ahora sí, recorría el mundo, precisamente tras haber sido derrotado.

Marx, que si estuviese realmente vivo como hombre y no como icono, tendría la friolera de 200 años, ha regresado como fetiche, como mercancía, como marca. Y he aquí el gran sarcasmo. Él, que tanto teorizó y reflexionó sobre estos conceptos, resulta que su imagen incluso sale en una tarjeta de crédito MasterCard. Iván de la Nuez, siempre al quite, ironiza: MarxterCard. Sin olvidar aquel juego de palabras que proliferó tras la caída del muro de Berlín. Cuando el capitalismo entró en tromba en Moscú. No diga MacDonald's, sino MarxDonald's. Empezaba la fiesta, la apropiación de los símbolos más sagrados para el imaginario comunista. La ironía y la ligereza cínica acabaron por desquiciar a los malhumorados y rígidos marxistas de entonces. Lo tomaron como lo tomaría un ultracatólico ante el escarnio de Cristo. El capitalismo tiene estas cosas, que en lugar de destruir al enemigo se lo apropia y nos lo devuelve como souvenir. Con Marx, de hecho, ocurre como con el cristianismo. Simulamos desdén o indiferencia, pero nuestro vocabulario es deudor de su insoslayable influencia.

A Marx no conviene ni sacralizarlo ni tampoco despreciarlo como si, en verdad, sus tesis fueran todas erróneas. Como toda figura central en la historia, Marx fue sagaz y certero, pero también torpe y desatinado. Pertenece a la gran tríada de los filósofos de la sospecha, junto con los inevitables Nietzsche y Freud. Los tres coincidieron en desenmascarar la falsedad que se ocultaba tras el ropaje de la razón ilustrada y que, en definitiva, el hombre no es creado por Dios, sino éste por el hombre. Marx, por su parte, trató de remover el ámbito de la filosofía. Para él, ya no se trataba solamente de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Uno de los pocos filósofos que intentó aplicar su pensamiento a la realidad. No hay que olvidar la tremenda frase que inaugura El manifiesto comunista, panfleto redactado con Engels. Una frase que invita a seguir leyendo: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo." Un inicio de novela de intriga. Ahora bien, ese fantasma sigue recorriendo el mundo, eso sí, bajo distintas denominaciones. Tras la renuncia al marxismo del socialismo español, ya nadie quiso ser marxista, excepto algunos insobornables.

Luego, con el tiempo, fue llegando la posmodernidad, Warhol, la ironía y la banalización de todo en general, y Marx también fue invitado al festín. ¿Cuál ha sido la jugada maestra, por cruel, del capitalismo? Convertir a Marx en un producto, en un personaje de cómic. En un fetiche. Nada menos que en un valor de cambio. Tiremos del hilo y saldrán Mao, Che Guevara y la URSS estampados en cualquier camiseta pop.

Marx, ni gurú ni chapa en la solapa.

Repasemos sus lecciones.

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