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Cuando llega la noche

Ariadna, como agradecimiento al envío de un libro que le hizo su autora, muy amiga de su tía Aniceta, le mandó unos folios grapados, escritos con letra enorme:

Gracias y gracias por el libro que me llegó por medio de tía Aniceta; me encanta, pero no me hace feliz, porque estoy triste, pues papá tuvo que marcharse a otro lugar de Europa, lejos de aquí, a buscar trabajo, cuando lo echaron del suyo y se disgustó como me pasaba a mí si Cris, que es la jefa de la clase y manda más que Jorge que es el más alto y el que mete más goles, me echaba nada más que empezábamos a jugar al fútbol, pues es siempre la árbitro, como su padre, que entrena a los mayores del colegio, y no sé por qué también me tiene manía y me trata mal. Desde que papá se fue, Europa es un nombre que me suena fatal, al de una dragona horrible, con una boca mayor que la puerta de la iglesia de nuestra calle, echando un fuego verde espantoso que te chamusca a mil kilómetros de distancia. Por eso le pregunté a mamá cuántas Europas había, porque España estaba en una, que eso yo lo sabía ya desde hacía mil años, y me respondió que había unas ricas y otras pobres, y papá se había ido a una de las primeras, porque en las otras, como la nuestra, todo estaba muy mal por causa de la crisis, una palabra horrenda.

Pero lo que me dijo no me sonó a nuevo, porque en todas partes había ricos y pobres. Por ejemplo, en mi clase, Cris es de la agrupación de quienes tienen dinero y yo también lo tenía, pero me pasé a la de los pobres cuando papá se marchó y a mamá le quitaron la mitad del sueldo. Luego no paraba de escuchar la palabra mala, muy mala, tan mala como Cris, que siempre se está riendo de Quiqui porque es la más pobre y tiene un chándal viejo, lo mismo que los playeros con la punta rota de tanto usarlos, pues no se cambia nunca de calzado y jamás va a las excursiones que cuestan tres euros, y sí a las que son gratis, y lo que más pena me da es la cara que se le pone a veces, de viejita muy triste, a la que nadie quiere, parecida a la de papá cuando me besó antes de irse con su maleta, encogido, como si tuviera miedo y, seguro que lo tenía, y mucho, porque se iba lejos, a estar con gente que no conocía y que hablaban de otra manera, una lengua que había estado estudiando, pero era muy difícil; y me dijo: "Adiós, mi vida, mi Ari, mi Ariadna", y pensé con susto que era la última vez que lo veía, pero apreté los dientes, porque no quería que se marchara viendo mis lágrimas.

Yo tampoco quiero ver las de Quiqui, cuando pide un trozo de bocata de la merienda de la mañana que tomamos en el patio, durante el recreo, y nadie le quiere dar ni un mordisquito. Solo yo le doy casi la mitad y, a veces, más, y también le dejo beber de mi botellín de agua, y ella me dice siempre lo mismo: que cuando sea rica me regalará una pulsera de oro, con mi nombre grabado en ella, como la que tenía su madre, pero tuvo que venderla, junto con los pendientes, un prendedor y dos sortijas para pagar el piso que no es de ellos, bueno, no todo, hasta que terminen de pagarlo. Le pregunté si su cuarto era de ella o, una noche, por ejemplo, podía llegar un señor y decir que era suyo y que le apetecía dormir allí y entonces ella debería irse a dormir en la cama de su madre o en el sofá. Sentí mucho decírselo, porque sus ojos se llenaron de lágrimas y le di una chocolatina, y ella me dijo que tampoco todos los muebles eran de ellos, pues los estaban pagando a plazos, a pizquitos y pizquitos de dinero, poco a poco. Entonces me asusté mucho y le pregunté a mamá si alguna habitación o algún mueble no eran nuestros. Y me abrazó muy fuerte y me dijo que no teníamos deudas afortunadamente, y que deuda era deber algo a alguien que te lo da en préstamo, pero no te lo regala, y tienes la obligación de pagárselo o devolvérselo. Entonces recordé que yo tenía una deuda con Nacho, que me dio una piruleta y me dijo que yo tendría que darle a él otra y se me había olvidado y seguro que tampoco él lo recordaba, porque no me había vuelto a hablar de eso.

-Da igual -me advirtió mamá-. Tienes que darle una ya.

Y lo hice, pero me dijo que no la quería, porque la dentista le había prohibido comer caramelos; y se la ofrecí a Quiqui, pero dijo que prefería un poco del bocata y le di las dos cosas.

Crisis era la palabra horrorosa que me atormentaba, la más malvada, tan malísima que me había impedido ir a judo y conseguir el cinturón verde y tener que quedarme con el verde amarillo, y tampoco me dejaba ir a la academia de música y Sira, la profesora, le dijo a mamá que era una lástima, pero que, en fin, con la crisis? Y empecé a odiar la crisis, más que a Europa, porque no paraba de quitarme cosas, de robarme lo que me gustaba, me daba alegría y me ponía contenta. Lo único bueno de la crisis era que comíamos pollo y no ternera, que no me gustaba, pero no patatas fritas, sino cocidas, porque el aceite era más caro que el agua. La crisis era un monstruo enorme, gigantesco e invisible que iba destrozándolo todo con sus afiladas pezuñas negras y hacía muy desgraciados a los que vivían en la tierra que pisaba. Menos mal que antes de que hubiera llegado aquí, mamá y papá me habían comprado muchos libros, incluso algunos para cuando fuera mayor como ahora, ya que acabo de cumplir trece años y mamá me hizo un bizcocho riquísimo y celebramos la fiesta las dos solas porque, si invitábamos a alguien, había que hacer más bizcochos y gastar más dinero y, además, la gente no estaba para hacer regalos. Pero la crisis no acababa de irse con sus negras pezuñas a otros lugares y pensaba aterrada que estaba pisando toda la Tierra y que, cuando se marchara, el daño que nos había hecho sería tan inmenso que no dejaría de lastimarnos. Además de la crisis, me horripilan otras cosas como que los jueces piensen que el abuso sexual es algo menor que un acto violento, cuando en español abusar es sinónimo de avasallar que significa someter a alguien y obligarlo a obedecer realizando lo que no quiere hacer. El abuso sexual es un acto brutal de avasallamiento.

Y la novelista, amiga de tía Aniceta, me envió otro libro, "Cuando llega la noche", la historia de una niña enamorada de las luces nocturnas que, antes de dormir, se despide de las estrellas, en especial de las del carro de Santiago, a quienes manda muchos y sonoros besos.

Le dije a la autora por teléfono que quizá fuera una historia bonita, aunque no me hacía tilín, pues prefería las descarnadamente realistas que destaparan injusticias y denunciaran maldades. Me repuso que era muy madura para tener trece años y que ella disfrutaba con la literatura de su infancia, pues los libros que le gustaban de niña seguían emocionándola como la primera vez que los había escuchado y leído.

Nos despedimos con un seco adiós y a los dos días la escritora recibió por correo ordinario estos versos míos:

Cuando llega la noche

no tengo el cuerpo para cuenteretes,

ni historietas ni poemas.

Solo soy capaz de bostezar,

beber un vaso de leche caliente

y dormirme llorando de pena

porque mi vida es sórdida, pobre

sin esperanza ni claro horizonte.

Ari. Ariadna

Después le dije a tía Aniceta que no quería oír ni una palabra más sobre su amiga, la escritora, porque le tenía mucha envidia, ya que, por causa de la crisis, no tendría tiempo para escribir como ella, solo para estudiar y aprender cosas que no me interesaban y ayudar a mi madre a limpiar, cocinar, tender la ropa, planchar, y soñar imposibles cuando llega la noche. Me miró asustada, como si acabara de salirme en la frente un cuerno y eché a correr, igual que si me persiguiera el diablo o la endemoniada crisis.

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