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Río abajo hay un jardín, y una feria, interminable

València no ha tenido suerte con la arquitectura democrática. Si descontamos los aparatosos -costosos- y fotográficos edificios de Santiago Calatrava en la Ciudad de las Artes y las Ciencias que merecerían un comentario aparte, la ciudad apenas ha producido edificios de interés estético o funcional. Ni arquitectos ni promotores se han lucido. Y lo poco que tuvo valor ha terminado deslustrado, como el Palacio de Congresos del equipo de Norman Foster, capitidisminuido por su entorno agresivo y que ahora parece una gasolinera de lujo, o el Veles e Vents de David Chipperfield, del que ha abjurado su propio autor por la mala calidad empleada en su construcción. Tenemos, eso sí, un estadio de fútbol con su osamenta en cemento vivo y a medio hacer, e incluso un agujero de suburbano listo para navegar los días de lluvia con sus bocas de metro abiertas y sin uso salvo el de servir de basurero coyuntural.

Así las cosas, el gran legado de estas últimas décadas que dejan los hacedores de la ciudad no es otro que el Jardín del viejo cauce del Turia. Una chiripa histórica para los valencianos, fruto de una desgracia natural, la riada del 57, y de las movilizaciones ciudadanas que catalizaron la demanda del cauce -y del Saler- para el disfrute público. Aquello de «El llit del Túria és nostre i el volem verd» coincidió con la ola de la transición y gracias a ello se obtuvo la recompensa de transformar lo que iba a ser un nudo de autopistas -según el Plan Sur-, en el mayor jardín urbano de España, un largo parque de más de 7 kilómetros de longitud.

Conviene hacer balance, ahora, sobre el desastre que también resultó la propia planificación del proyecto de ajardinamiento del Turia, con un primer concurso fallido -que ganó Cano Lasso, seguido de un romántico proyecto de Vetges Tu-, la posterior contratación a dedo de Ricardo Bofill, un auténtico vendedor de alfombras posmodernas que prometió plantar «un millón de árboles», el troceamiento ulterior del proyecto, la plantación popular del concejal Salvador Blanco que dejó un tramo que más parecía el CIR de Paterna, el abandono de la Casa del Agua, la ubicación de esculturas sin sentido?

Contra todo eso ha podido la naturaleza, gracias a Dios. Hoy en día, con los árboles ya creciditos, bajar al río y pasear un trayecto, siquiera leve, es una gozada. Es como descender a otro mundo, a una València soñada e irreal. Hay que pellizcarse para comprobar que estamos realmente allí. Y la gente lo agradece, y tanto, paseando, corriendo, persiguiendo niños y cuidando sus animales, dándole a la bicicleta o preparándose para una competición pedestre. El Turia es, no cabe ninguna duda, la gran joya de la ciudad, aquello más asombroso para el disfrute de los locales y para sorpresa de nuestros visitantes.

Puede que los más jóvenes piensen que el jardín siempre estuvo allí, pero para quienes vimos plantar el primer pino o, incluso antes, cuando como periodistas pudimos visitar el gigantesco colector que atraviesa su tripa y que hubo que construir previamente para hacer posible el parque, el viejo cauce del Turia nos admira por el éxito valenciano que ha supuesto esta operación urbanística.

Pero el Turia está por terminar, hay que referirlo una vez más. La conexión con el entorno fluvial del Turia, aguas arriba del llamado Parque de Cabecera, sigue sin acometerse, como ocurre con la zona de la desembocadura, donde Jean Nouvel propuso un brillante jardín deltaico del que ya nada más se supo (y al que dedique un artículo-réquiem hace un tiempo). Pero todavía es más desalentador comprobar que siguen sin resolverse los dos espacios más importantes del viejo cauce a su paso por la ciudad: el que transcurre frente a las Torres de Serranos y el que circula junto a la Alameda. Ambos lugares, de potente centralidad, deberían haber sido objeto de un tratamiento especial, distintivo, singular, de alto valor paisajístico. Así lo proyectó Bofill y todos los arquitectos que se han puesto a crear sobre estos espacios. Resulta de cajón.

Pues bien, frente a Serranos el Turia presenta un solar vallado con alguna que otra planta marchita y un cartel que anuncia un inminente proyecto, de no se sabe bien qué. En la Alameda es peor, una explanada convertida en secarral acoge temporalmente toda suerte de ocurrencias, desde la feria de las naciones con pringosos puestos de embutido, a la decadente feria de atracciones en julio o, lo más reciente, las campas de la miniferia sevillana en València, con sus saraos y urinarios móviles, aunque en plena efervescencia de rebujito más de uno se dedicó a hacerlo por entre los arbustos.

Visto lo cual resulta del todo errático el mensaje ofrecido por el alcalde Joan Ribó en estas mismas páginas hace escasas semanas, postulando que el gobierno municipal apuesta por «más turismo, pero de calidad y con alto rendimiento económico». No parece que dicho eslogan político, socorrido, esté en consonancia con el verbeneo de bebidas de garrafón a un euro y los bocadillos de colesterol en pleno centro histórico de la ciudad, en la ruta más transitada por los visitantes que se quedan con la boca abierta con nuestro esplendoroso jardín y, también, claro está, con los decadentes espectáculos feriantes.

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