Es lamentable escuchar las quejas sobre la política: local, autonómica o nacional cuando muchas de las cosas que nos ocurren son, en gran manera, culpa nuestra. Si tenemos que lamentar la corrupción explícita de los partidos hegemónicos en los feudos en los que se han perpetuado por décadas, no me negarán que alguna culpa tendremos los que no supimos denunciar con suficiente energía sus manejos, quienes les dieron mayorías absolutas, quienes se abstuvieron de votar o quienes miraron a otro lado.

Lo mismo podría decirse de Cataluña, que está paralizada y sin gobierno mientras Carles Puigdemont se aloja confortablemente en Berlín y se enroca para no quedar sepultado por el peso de la Historia. No me negarán que es el resultado de haber votado de una forma que hacía presagiar este callejón sin salida, o no haber votado. Los que se quejan de la aplicación del artículo 155 de la Constitución deberían hacérselo mirar antes de frotarle el cuero a su líder a la fuga y que no se lamenten de los gastos, desvío de fondos de la sanidad y los servicios para alimentar egos independentistas y corruptelas de los herederos de Jordi Pujol, pues traen estas consecuencias con sus secuelas de fuga de capitales y empresas.

Si Podemos proclama a diario la necesidad de desalojar a Mariano Rajoy del Gobierno, probablemente olvida que fue su esperanza de mejorar los resultados electorales lo que impidió, con su voto en contra, que Pedro Sánchez formara un Gobierno alternativo. Lo mismo habría que decir de quienes se lamentan de las posibles consecuencias del brexit para el Reino Unido y no fueron capaces de enfrentarse al nacionalismo iracundo de muchos de sus compatriotas y a su discurso supremacista. Y otro tanto habría que aplicar a quienes lamentan el poder que ostenta en la actualidad Donald Trump y las penosas decisiones de su gobierno con sus secuelas de inseguridad y tensiones para todo el globo.

En un sistema democrático, todos acabamos recibiendo nuestro merecido por acción u omisión y sería bueno que la ciudadanía saliera de su zona de confort e ignorancia y expusiera sus críticas en público, arriesgándose a desaires, incluso a desmentidos por falta de información suficiente, pero no contribuyendo con su silencio cómplice al uso abusivo del poder.

Alguno pensará que mi discurso es pesimista, pero se equivoca. La constatación de que la lamentable clase política que padecemos es el resultado de nuestra propia elección debería contribuir a una exigencia colectiva de reformas en el sistema electoral, con una proporcionalidad que evite la supervivencia del caciquismo y una absoluta necesidad de listas abiertas, que eviten que los parásitos de la política se escondan detrás de unas siglas.

Pongamos luz y taquígrafos sobre las decisiones y apaños de nuestros representantes, exijámosles cuentas detalladas de sus gastos y prioridades, denunciemos las corruptelas de los administradores. Que no confundan ser diputados, senadores o concejales electos con ser amos ni identifiquen electores con vasallos.