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La representación de las mujeres en la cultura

Hace poco apareció en la prensa una polémica interesante en torno a la novela Lolita de Nabokov, entre Laura Freixas y Vargas Llosa. El Nobel de literatura no entendía que la lectura con perspectiva de género del gran texto del novelista ruso es tan plausible como el relato estetizante que él defiende. Probablemente, la lectura de Lolita como la historia de un pederasta y violador de niñas es una lectura que sólo podemos hacer (¿las mujeres?) en el siglo XXI, frente a la interpretación hegemónica clásica de una historia de amor entre un hombre mayor y una adolescente de doce años. Todo clásico, como sostiene Umberto Eco, es una obra abierta. Pero el tema no es este.

El tema no es si Lolita es una gran novela o no (que lo es), ni siquiera si debe ser condenada éticamente (que tampoco), pues, efectivamente, no se puede juzgar éticamente al arte o la literatura. El tema es que en la historia del arte y la literatura hay una sobreexposición de la construcción de las mujeres desde un sentido objetual (como planteaba Laura Freixas en su artículo), que las devalúa, las estereotipa y las convierte en objeto continuo de acoso y sexismo, y que este enfoque cultural reiterado normaliza la violencia simbólica sobre las mujeres.

Lástima que el Nobel de literatura no llega al fondo de la cuestión, pues saca una conclusión falsa cuando argumenta que el feminismo pretende convertir la historia de la literatura en un misal. Esto es simple y no enfoca bien la cuestión de fondo. Lo que el pensamiento feminista pretende es subvertir el canon que legitima ese modelo de mujer que es violada cada noche. Como plantea en su libro Cada noche, cada noche Lola López Mondéjar, ¿cómo es posible que una niña secuestrada de doce años se haya convertido en uno de los mitos eróticos más poderosos del imaginario contemporáneo? ¿Cómo se ha borrado su dolor? ¿Por qué las proyecciones que tenemos sobre la sexualidad son casi todas masculinas? Y esta es una lectura más profunda del texto de Nabokov que la que se queda en la historia de amor, porque es la lectura de los modelos culturales que representamos desde los géneros y los abusos que de estos modelos se ha hecho en la cultura occidental.

Esta lectura, que es sin duda nueva, deconstruye el paradigma dominante que interpreta las relaciones entre los géneros siempre en términos de dominación y sumisión.

El hecho es que la cultura es el ámbito de la producción simbólica de los bienes y valores que construyen los relatos que dan sentido a nuestras sociedades. Tradicionalmente las mujeres se han encontrado con tres obstáculos a la hora de convertirse en legitimadoras de bienes y valores culturales. El acto de crear, pues sin acceso a la educación difícilmente podían desarrollar sus capacidades ni conocer las técnicas ni siquiera disponían de un cuarto propio ( Virginia Wolf) donde trabajar. En segundo lugar, la dificultad de visibilizar lo creado, las aportaciones de las mujeres han sido consideradas de un género menor: artesanía, literatura de mujeres, etc. Finalmente y como consecuencia de lo anterior, el gran obstáculo de las contribuciones de las mujeres a la cultura está siendo su influencia social y perdurabilidad, es decir, la capacidad para desplazar a la periferia la hegemónica representación masculina del mundo.

Desde otro punto de vista, si no fijamos en las cifras de cómo están representadas las mujeres en los organismos principales de fomento, difusión y gestión de la cultura: comités de concesión de ayudas y becas, composiciones de jurados, patronatos, reales academias, direcciones estatales de museos, etc.

Vemos que, por ejemplo, en la Reales Academias en un periodo de doce años, de 2005 a 2017, el número de mujeres que han sido o son miembros en números reales es de 483, el de hombres asciende a 5768. Las mujeres representan, pues, el 8% aproximadamente. Con estos datos, es bastante legitimo solicitar la disolución de la RAE, como reivindican en los medios el colectivo Entraremos, nuevas Guerrilla Girls de la cultura española. Y es que esta desproporcionada desigualdad se repite en el reconocimiento social y público de los bienes culturales producidos por mujeres. Por citar otro ejemplo muy representativo, desde 1976 a 2017, solo cuatro mujeres han recibido el Premio Cervantes: María Zambrano 1988, Dulce María Loynaz 1992, Ana María Matute 2010 y Elena Poniatowska 2013. Esto representa un 9,7% en 41 años de historia de estos premios.

Así las cosas, el déficit de representación de las mujeres en la cultura vuelve a ser un signo evidente del predomino de una construcción cultural basada en que aquello verdaderamente relevante, destacado y universal es obra de los hombres, que el varón es el único sujeto y su experiencia la experiencia universal de toda la especie. La mujer, en cambio, aparece como un ser secundario cuyas creaciones artísticas, literarias o científicas resultan ser una experiencia menos representativa. Estos supuestos que están en el fondo de nuestro sustrato cultural más profundo, condicionan el avance de la igualdad y actúan como dispositivos que desactivan en muchas ocasiones cualquier esfuerzo, incluidas las cuotas de representación paritaria.

Deconstruir estos modelos culturales sesgados es una tarea. Para ello, hay que empezar por construir la ciudadanía cultural de las mujeres, basada en formas de relación entre géneros igualitarias, que visibilicen las contribuciones de las mujeres al espacio público, al pensamiento, la ciencia y al progreso social.

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