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Adiós a Leo

De niños, durante aquellos largos veranos en el campo, venía a nuestro alcance, de vez en cuando, alguna mariquita. Dejábamos que se posara en la mano levantada mientras canturreábamos: «Marieta ves al cel/i voràs a Sant Miquel/i menjaràs coquetes amb mel». Ella trepaba hasta alcanzar la yema del dedo erguido; desde allí abría sus alitas y emprendía el vuelo. Una reproducción de ese curioso animalillo que parece esmaltado en rojo y moteado en negro, como una joya diminuta, servía de adorno a los primorosos paquetes que se confeccionaban en la Librería Leo. De allí he salido tantas veces con la bolsa repleta de libros y la grata sensación de haber pasado las mejores horas del día, anticipando las de lectura que aguardaban en aquel prometedor envoltorio.

Leo, en ese rincón sosegado de la vieja València, con el Palacio de Dos Aguas enfrente y los muros de San Martín al lado, era un oasis en el trajín ciudadano, una isla en la que rebuscar tesoros pausadamente con la seguridad de hallar lo deseado... y también lo no previsto, el hallazgo inopinado que colmaba aspiraciones confusas. Una buena librería es mil mundos agrupados en una estancia, un universo del conocimiento, abierto y entregado sin reservas.

Yo sabía, casi sin mirar, en qué lugar de las estanterías se alineaba la historia, la narrativa, la poesía, los filósofos, los libros de arte o los pequeños volúmenes caprichosos. Y además, allí estaban Julia, Leo o Maite, libreros de verdad, orientadores infalibles.

Hace poco afirmaba Vicente Verdú que el cierre de una librería es «una calamidad». Así hay que considerar la desaparición de Leo, que ha desatado en estas páginas de Levante-EMV más de un dolorido requiem. En su escaparate han escrito como despedida una cita de Beckett que termina con algo así como «Debo volver». Eso quiero esperar. Me aferro a creer que este adiós de hoy no sea definitivo, para bien de los que ya teníamos en Leo el paraíso de nuestro insaciable apetito lector. Si así no fuera, siempre nos quedará el recurso de las felices horas que nos deparó. Y la presencia de tantos libros que de allí salieron para alojarse, inamovibles, en la propia biblioteca personal.

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