Esta semana València vive una concentración sin precedentes de eventos relacionados con la bicicleta bajo el paraguas de «València Ciudad Amable»: el XV Congreso Ibérico «La Bicicleta y la Ciudad», el III Encuentro de Mujeres Ciclistas y el III Bicifest. Ahí es nada. Me quedo con ese concepto en la cabeza: «ciudad amable». Me gusta. Intuitivamente sé que encaja con mi forma de mirar el mundo. Pero necesito profundizar en su significado y consecuencias.

Amable significa afable, agradable, complaciente, afectuoso. Pero ¿de qué manera puede una ciudad ser amable? ¿Cómo trasladar unas cualidades tan humanas a un ente abstracto y complejo como una urbe? Si preguntamos a quienes viven en ella qué harías para que tu ciudad fuera más agradable, menos hostil, seguramente obtendremos respuestas como: «que haya menos tráfico, más jardines, menos suciedad, más escuelas, polideportivos, centros de mayores, bibliotecas, etc». O quizás cuestiones menos tangibles pero tremendamente importantes para nuestra felicidad personal como son «tener más tiempo para estar con otras personas, trabajar menos horas al día, respetar los espacios colectivos y el patrimonio cultural o defender como propios los derechos y libertades del resto de vecinos y vecinas».

Yo imagino mi ciudad amable como la que me ofrece múltiples opciones para el encuentro y el intercambio entre quienes la habitamos. Espacios variopintos con usos versátiles que puedan adaptarse a partir de la experiencia y el disfrute. Lugares lo menos segregados posible por edad, origen, sexo, religión? Tal vez una de las mayores potencialidades del urbanismo actual radica precisamente en tener la sensibilidad y sutileza necesaria para el diseño de entornos urbanos flexibles. Sin ese margen para la apropiación, los espacios pierden capacidad para la creatividad y, al contrario, refuerzan un estatismo que podría llevar hasta la exclusión social; nos quitan oportunidades de explorar, de imaginar otros usos, de imaginarnos a nosotros mismos y a los demás de otra manera.

La ciudad amable con la que fantaseo necesita más naturaleza, más árboles y vegetación, donde conectar con nuestro yo más primario y desconectar del ansiógeno ritmo de vida que nos ha atrapado y que ya consideramos normal. Por eso, comparto plenamente la propuesta de «renaturalizar» la ciudad que planteaba aquí hace una semana mi compañero Sergi Campillo.

Una ciudad que pueda ser recorrida con fluidez, con un buen transporte público y que nos conecte con otros barrios y pueblos de València, y no únicamente con el centro. Una ciudad que distribuya los servicios y recursos sociales, culturales y económicos de manera que sean, seguramente más pequeños en dimensiones, pero más cercanos a los barrios, territorio natural donde se desarrolla la vida de la mayoría de las personas.

Un modelo de ciudad así es, sin duda, una buenísima base de la que partir para atender las necesidades de la vida en todas sus dimensiones y para promover una vida en común más implicada y solidaria. Sería, en definitiva, una ciudad digna de ser amada, la segunda de las acepciones de la definición de amable.