Difícilmente desde una óptica profesional se puede estar a favor de los copagos cuando está demostrado que su implantación perjudica la salud de los colectivos más vulnerables. Es obvio que para un médico no hay prioridad que se anteponga a tratar en las mejores condiciones a sus pacientes. Obstaculizar el acceso a los medicamentos se aleja de ese objetivo. El estudio elaborado por la Fundación para el Fomento de la Investigación Sanitaria y Biomédica (Fisabio) sobre los efectos de esta medida en personas con patologías cardíacas resultó elocuente en sus resultados. Fue elaborado con una amplia muestra de 10.500 pacientes evaluados desde el alta hospitalaria y evidenció que el impacto sobre los fármacos más caros era evidente. La interrupción de los tratamientos alcanzó al 7% en los pensionistas usuarios de estatinas y al 8% de quienes tomaban IECA (fármacos prescritos para tratar la hipertensión arterial o la insuficiencia cardíaca). Por tanto, el riesgo existe y es elevado.

De ese estudio se concluye, y así lo puso de manifiesto Juan Oliva, economista de la salud y uno de sus autores, que «el copago tiene como objetivo reducir el consumo innecesario de fármacos, pero estamos viendo que también puede afectar al consumo necesario». Resulta superfluo recordar que, cuando de la salud se trata, esta afectación puede costar vidas. Sin olvidar que privarse de medicamentos como antibióticos o aquellos indicados para la hipertensión por temor a la repercusión del copago en la economía doméstica puede derivar, principalmente en las personas de más edad, en empeoramientos de su estado. Es decir, en la necesidad de precisar fármacos mucho más caros y tener que gastar más cuando lo que se pretende es justo lo contrario.

Decir no al copago si acarrea falta de asistencia o el abandono de un tratamiento por razones económicas es decir sí a la garantía plena de un derecho fundamental en igualdad de condiciones. Ser un profesional de la medicina se añade a la condición de ciudadano con derechos y deberes. En ese contexto hablar de gratuidad de los medicamentos resulta, como poco, escasamente riguroso. Los impuestos detraídos de las nóminas de los asalariados y los tributos que deben satisfacer otros colectivos son el sustento del sistema. Nada es gratis. El acceso a la sanidad y a los fármacos deriva de un modelo de redistribución de los recursos públicos que cada Administración, en función de sus prioridades políticas, asigna. Parece indiscutible que quien se beneficia de los servicios de hoy ya contribuyó a ellos ayer.

No es incompatible, ni mucho menos, oponerse al copago y estar a favor de la racionalización del gasto sanitario. Hay alternativas que no implican trabas económicas a los pacientes. Medidas que deberían ir dirigidas, por ejemplo, a potenciar los recursos de carácter preventivo y de Atención Primaria o a aumentar el esfuerzo presupuestario y, en consecuencia, a dotar de más personal al sistema para aliviar la masificación. Si hay administraciones que caminan por esa senda se trata de sumar esfuerzos para que la importancia de la asistencia sanitaria se demuestre con hechos y no se quede en palabras.