Este año se celebra el cincuentenario del Mayo del 68, la mítica primavera revolucionaria parisina. Algo debe tener la primavera que hace crecer las revoluciones, igual que los brotes nuevos de los árboles. También nosotros tuvimos nuestro mayo en 2011, «la primavera valenciana», de la que ahora se cumple el séptimo aniversario. Ambas coincidieron en ser revueltas populares espontáneas -no dirigidas por partidos políticos- y en ambas la creatividad, la autodeterminación y el cuestionamiento de las grandes estructuras de poder tuvieron un papel esencial.

Recordemos que el inicio del mayo francés fue el deseo de más libertad, en concreto sexual, en los colegios mayores de Nanterre. Luego adquirió su imagen más emblemática con los estudiantes parisinos tomando las calles con barricadas y con la ocupación de la Sorbona y del Odeón. En su afán utópico de cambiar el mundo buscaron el apoyo de los sindicatos y de los obreros de las fábricas, iniciándose grandes huelgas que obligaron a de Gaulle a negociar. Pero negoció solo con los sindicatos, aislando de nuevo a los estudiantes, comenzando así el declive y la asimilación de la revuelta.

Es interesante ver cómo ha evolucionado el legado del mayo francés. El mundo cambió, pero no en el sentido que se proponía, sino hacia una globalización capitalista y neoliberal de grandes dimensiones que ya está dando suficientes señales de agotamiento. Dani «el rojo», su líder más emblemático, tras convertirse en verde, acabó apoyando el neoliberalismo y a Macron. El sistema asimiló la revuelta, inertizando su ideología de revolución total, pero manteniendo su simbología y su estética para la historia. La revolución sexual ya no tuvo vuelta atrás, pues ésa no necesitaba ser reprimida. Y así seguimos: neoliberalismo económico y libertad sexual.

Pero ha quedado mucho más de aquel mayo: queda la revolución de las costumbres y de la forma de entender la política, de un modelo de partidos a otro de intervención directa del pueblo tomando las calles. También nos legó una revolución del imaginario, con su reconocible estética de grafitis y carteles que todavía perduran como otra forma de entender el arte público; y un deseo parcialmente utópico de libertad que quedó inmortalizado por sentencias como «prohibido prohibir» o «bajo los adoquines está la playa», y otra que cita Fernando Savater en un artículo reciente: «amaos los unos sobre los otros». Pero si bien su utopía de cambiar el mundo hacia donde ellos querían fracasó, nos queda la certeza de que el pueblo indignado puede autoorganizarse, tomar las calles y las plazas, y ser escuchado. Así fue el 15 M, y así sigue siendo con la revolución feminista y con todas las que revoluciones necesarias que vendrán.