El templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas de la Antigüedad, ardió el 21 de julio del 356 a.C. Lo incendió Eróstrato, con el fin de conseguir fama eterna. Para evitarlo, los efesios prohibieron bajo pena de muerte mencionar su nombre, pero pasó a la posteridad gracias a un geógrafo, Estrabón. Se dice que esa misma noche nació Alejandro Magno. La Artemisa griega tenía su equivalente romano en Diana, diosa de la caza y protectora de la naturaleza y la luna, aunque uno de sus posibles significados etimológicos es el día y, como nombre propio, aquella que es iluminadora. Diana fue un huracán cuyo nombre se retiró en 1990, tras dejar 139 muertos y 143 millones de dólares en pérdidas, por lo que, en el clima, lo que más ilumina es el Sol. En 2014, Usoskin y otros identificaban distintos modos de comportamiento de nuestro gigante de 1.392.000 kilómetros de diámetro (frente a los 12.756 de la Tierra) en los últimos 3.000 años: mínimos como en 1310, previo a la Gran Hambruna (1315-1321); 1470, coincidiendo con el abandono de los viñedos ingleses; ó 1680, durante en la Pequeña Edad del Hielo, en el Mínimo de Maunder, en el que nació Luis XIV, el rey Sol y durante el cual Stradivarius construyó sus famosos violines con la madera de unos árboles que crecían menos; y máximos como el actual, entre 1950 y 2009. Ante las actuales variaciones climáticas, el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, no da la merecida importancia al sol frente a los gases de invernadero. Directa o indirectamente, al intervenir en la formación de nubes y en la circulación atmosférica. Ésta, y no la de Al Gore, el exvicepresidente, metido a negocios climáticos, es la auténtica verdad incómoda. Tanto o más que el nombre que Estrabón iluminó, cual Diana, de entre la oscura tumba del tiempo.