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Segregar no es adoctrinar

No fui hasta los catorce una niña segregada. Cuando acabé la EGB mis padres me matricularon en el instituto público que tenía peor fama y mejores resultados en Selectividad, paradoja bastante frecuente, y entonces me entró como un desasosiego por salir al mundo sin el paraguas de las monjitas. «¿Y qué pasa con los chicos?», le pregunté a mi padre para tantear la posibilidad de entrar en otro colegio femenino para la secundaria. «Con los chicos no pasa nada, ¿ha pasado algo con el cura estos años? Tú estudia y arrímate a los más listos», zanjó él. No ocurrió gran cosa con los chicos, pero sí recuerdo que envidié la normalidad con la que mis compañeras se relacionaban con ellos, sus amigos de toda la vida. Yo solo conozco de vista a los hombres de mi quinta y no creo que por eso me haya convertido en una adulta mejor formada. Dicen, y lo adelantó la Cadena Ser, que el Constitucional va a avalar la ley Wert recurrida por los socialistas, que especifica que los centros educativos que separan a los alumnos por sexo tienen derecho a recibir financiación pública aunque las autoridades educativas, o sea votadas mayoritariamente por los sufridos contribuyentes, estén en contra de semejante discriminación.

El infausto ministro que pergeñó un bodrio normativo que incluye otras perlas como la segregación por resultados académicos se va a ver reivindicado cuando lleva años viviendo a cuerpo de rey como embajador de España ante la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico en París, donde le pagamos un casoplón con nuestros impuestos. Como en tantos otros temas candentes de la actualidad, al Partido Popular no le hace falta una mayoría parlamentaria para sacar adelante su ideario más delirante porque ya tiene a los altos tribunales remando a su favor. Mientras ellos le hacen el trabajo, se pueden dedicar a acusar a sus adversarios de adoctrinar a los niños de la escuela pública catalanohablante.

Existe una pequeña montaña de estudios que descartan cualquier incidencia positiva del sexismo en los resultados académicos, de manera que el beneficio del alumnado no es un factor de esta ecuación. La ley Wert santifica el derecho de los padres a decidir el tipo de educación que desean para sus hijos, aunque esa libertad no incluye a los que pretendan que sus descendientes jamás compartan pupitre con gordos, niños de otras razas o directamente pobres. Estas otras exclusiones se logran por la vía de unas mensualidades que no puedan afrontar el común de los hogares, y que deben ser asumidas en parte por toda la sociedad porque esa es la igualdad que propugna la derecha. Tamaño afán por satisfacer los anhelos discriminadores de algunos ciudadanos no debe jamás confundirse con verdadero respeto a las familias, pues en el mismo paquete se establece que éstas pierdan peso en los órganos de decisión de las escuelas. Wert, que fue un ministro polémico especializado en recortar los fondos destinados a la enseñanza y que mereció movilizaciones masivas de la comunidad educativa, debe estar riéndose desde su jugoso retiro parisino. Los niños con los niños y las niñas con las niñas, toma corte de mangas al feminismo imparable materializado el 8M. Es lo que pasa cuando mandan unos señores (diez hombres y dos mujeres) que no necesitan escuchar a la gente ni atender a los cambios sociales porque están en la cúspide de la pirámide.

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