La movilización social en torno a las pensiones implica muchas cosas, además de las directa e inmediatamente relativas a su objeto. Recordemos sólo un aspecto, para ilustrar la densidad sociológica del asunto. Desde que comenzó la última crisis en 2007 (seguramente desde antes, pero creo que eso no importa mucho aquí), viene siendo bastante frecuente que la pensión de jubilación de un antiguo obrero sirva para mantenerle a él o a ella y a su pareja, al hijo o la hija desempleados de larga duración e incluso a los nietos y nietas estudiantes. Un único ingreso está permitiendo la supervivencia en redes de proximidad que se parecen más a la familia extensa tradicional que a la famosa familia nuclear moderna. Dada la situación, cabe imaginar que, tal vez, la gente que está viviendo esa realidad aceptaría políticas restrictivas en materia de pensiones si viera que sus allegados encuentran un trabajo con unas mínimas perspectivas de continuidad e ingresos suficientes, o que las tasas de la universidad pública bajan en vez de subir (como han venido haciéndolo hasta niveles próximos a los de la oferta privada).

Ya sabemos que lo que pasa no es eso, sino algo distinto. El Gobierno, con el aval de expertos -dejémoslo en que dudosamente imparciales- de las universidades, de Bruselas o del FMI, amenaza a las personas afectadas, de manera persistente, con recortarles la paga, sin que las condiciones de quienes tienen a su alrededor se modifiquen sensiblemente. Hace ya unos años que, en los papeles, se superó la crisis y la nueva pobreza no se esfuma. Todo el mundo puede oír y leer que las redes de seguridad del magro Estado del bienestar son insostenibles. Y, encima, el Gobierno toma a los pensionistas como rehenes en un chantaje a la oposición para que ésta colabore en su continuidad. ¡Y aún hay quien se extraña de que la depresión y la ira se alternen en un ciclo cada vez más tenso!

Uno de los temas de fondo, de esos con los que quienes tienen el poder martillean incesantemente para ir reblandeciendo las resistencias, es el coco: el envejecimiento de la población. La expresión misma es muy ideológica. Sería preferible hablar de maduración demográfica, pues al fin y al cabo se trata de eso. El incremento de la media de edad hasta valores por encima de los cuarenta años (los valores de la madurez, no de la vejez) es la consecuencia inevitable de la transición demográfica. Es decir, uno de los efectos del desarrollo. Más aún, una de las herencias ineludibles de los tiempos pasados, de aquellos tiempos en que el desarrollo sí que contribuía al bienestar (bajo la forma, en este caso, de mayor esperanza de vida). Pero quizás todo esto da lo mismo porque, aun dejando de lado la contaminación lingüística, el resultado sigue ahí: primero, más población de edad avanzada y menos población activa; después, población decreciente.

Una de las pocas ventajas del retraso histórico español es que casi todo lo que nos pasa les ha pasado antes a otros, de forma que casi siempre podemos aprender algo de la experiencia ajena. En esto de la maduración demográfica, también. Podríamos aprender, por ejemplo, de Japón, que lleva ya décadas de desaceleración demográfica y económica (pese a lo cual la gente, allí, continúa viviendo tan ricamente). Y, en efecto, si uno mira en esa dirección encuentra ideas bien interesantes, como las contenidas en La economía de una población en declive, de Akihiko Matsutani.

Su tesis esencial es que un decrecimiento planeado de la producción es la forma adecuada de responder a la maduración demográfica y a la disminución de la población activa. Mantiene que la maduración y el decrecimiento demográficos son algo inevitable (pues, como se ha indicado más arriba, son un resultado del desarrollo). Que tarde o temprano eso implica decrecimiento también económico. Que las respuestas más habituales, todas ellas adaptadas a un horizonte de crecimiento (el fomento de la natalidad, la inversión en tecnología más allá del nivel óptimo, el recurso a trabajadores inmigrantes para mantener el volumen de la población activa, el recorte a los salarios para aumentar la productividad, la subida de impuestos o el mayor endeudamiento público para mantener el nivel de las prestaciones), se vuelven inadecuadas. Que se impone una lógica distinta: optimizar los volúmenes de producción en lugar de aumentar la producción, producir de manera eficiente en lugar de invertir más y más en tecnología, pagar salarios adecuados en lugar de bajarlos acentuando así la contracción de la demanda, reducir el gasto en obras públicas adaptando las infraestructuras a las necesidades de una población y una economía más reducidas, reestructurar el presupuesto para adecuarlo al contexto social cambiante.

Todo esto, mantiene Matsutani, no va a eliminar la presión que el número creciente de personas jubiladas y el número decreciente o estancado de personas activas ejercen sobre el sistema público de pensiones: el trilema de endeudamiento creciente, recorte de las prestaciones o aumento de las cotizaciones. Pero sí posibilitaría afrontarlo, afirma, sin derivas catastróficas, e incluso con algunos resultados positivos: la disminución de la desigualdad entre regiones, el aumento de las oportunidades relativas a la calidad de vida o la compensación mediante bienes y servicios públicos de la eventual disminución de la cuantía nominal de las pensiones más elevadas.

No es necesario estar de acuerdo con todas las recetas de Matsutani (y de hecho yo no lo estoy) para encontrar fascinante su lección de economía política, realista, clara y con pocos prejuicios doctrinarios. Y no es sorprendente que, aunque se trata de una propuesta que ya tiene años, haya tenido escaso eco: es demasiado atenta a los hechos, demasiado respetuosa con la lógica y demasiado sensata para los gustos académicos y políticos actuales. Se podrá decir, claro, que es una propuesta para el Japón, y que el Japón no es España ni Cataluña, lo que no resta fuerza a algunos de sus puntos más sólidos y generalizables. Me referiré sólo a dos, para concluir.

La aportación de Matsutani amplía el enfoque del decrecimiento benigno. Por una parte, apunta a cómo podría ser una economía del decrecimiento muy sobria en cuanto a retórica e ideología. Y, por otra parte, descansa en una tesis fuerte sobre la conexión entre maduración demográfica e inversión de la trayectoria histórica de expansión económica. Es ejemplar, por último, en algo que debería ser evidente: el problema de las pensiones se plantea en el cruce entre población y economía y, por lo tanto, no debería ser abordado, como tantas veces se ha hecho y se sigue haciendo, mediante un análisis demográfico a brochazos.