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Alfons García03

Si yo fuera fuerte

Si yo fuera fuerte, como Luis, hoy no hablaría de mociones ni de censuras. Un ejercicio de autocensura tan comprensible como el que se tira ocho horas en un restaurante de postín con los amigotes mientras en tu casa están discutiendo sobre si te echan a la calle o no. Un gesto arrabalero que no le pega al aplicado Mariano, que siempre pareció el listo de la clase, el delegado eficaz, y que da a entender que algunos piensan que el poder es suyo. Que después de siete años, los de tu casta te digan que no vales porque representas a un partido corrupto no es de digestión fácil, pero Mariano, docto registrador de la propiedad, siempre nos había enseñado que las formas cuentan en democracia. Y ahora, esto... Al menos compareció al final del derrocamiento para ofrecer un frío saludo a su sucesor por la fuerza (de la democracia).

Después de tantas horas de sesión intensiva de reconciliación con el Parlamento, uno, humildemente, ha de asumir que no tiene nada nuevo que decir. Si me permiten una licencia, porque las reglas están para saltárselas (en especial, las propias), diría que estos días han sido la prueba del nueve de que la democracia contemporánea se practica con calculadora. Quizá Mariano se encerró con los amigos para arrinconar el orgullo y dejar que la calculadora actuara, porque una dimisión suponía elecciones a la vuelta de la esquina y permitir que Albert y su apisonadora aplastara al PP. Puestos a perder, Mariano y los suyos deben haber pensado que mejor que Pedro se desgaste unos cuantos meses (ya se ocupará Pablo de eso) y darse a sí mismos una oportunidad para renovar, reconstruir y mejorar expectativas electorales.

Si yo fuera fuerte, hoy no hablaría de mociones y sí de literatura política de la buena, de la que ayuda a entender el presente desde el pasado. Uno de los libros más hipnóticos con los que he topado últimamente, El orden del día, de Éric Vuillard, comprime en 140 páginas algunos episodios cruciales del auge del nazismo. Empieza con una reunión el 20 de febrero de 1933 de Hitler y su gabinete con 24 hombres de gabán negro. Todos tienen apellidos muy conocidos hoy, son los dueños en aquel momento de las principales empresas alemanas, reunidos para tirar de chequera, una invitación que no les era nueva. Llámenla gratificación, financiación ilegal o simplemente corrupción.

Ahora que Eduardo está entre rejas y Gürtel se ha llevado por delante a Mariano (no ha caído por su gestión política o económica en la Moncloa, sino por lo que hizo o no hizo en la calle Génova), el episodio de Vuillard evoca otros que seguro se han producido más cerca. Quién sabe si no en el propio Palau de la Generalitat.

No se trata de comparar al PP con el nazismo, que seguro que alguien ya lo ha pensado. Lo que sugiere la escena tan dramática es que, si miramos ahora alrededor, vemos que en la sentencia de la rama madrileña de Gürtel la justicia dejó a un lado a los empresarios que pagaban actos del PP y que estos, en el proceso a la división valenciana de la trama, han pactado condenas que no implican prisión a cambio de confesar. Con ello, el mensaje lanzado a la sociedad es que algunos de los que han contribuido al operativo corrupto y han obtenido contantes beneficios de él salen al final indemnes. Por tanto, será rentable seguir corrompiendo, como si la democracia no pudiera existir sin la carga ineludible de la corrupción. Un mensaje demasiado fatalista, alimento de antisistemas, pero real. Más si sucede, como sucede en estas tierras, que algunos de estos prebostes continúan bebiendo de los contratos públicos. Si el esquema se consolida cuando se juzguen las causas pendientes, habrá que hacérselo mirar o habrá que empezar a pensar que no tenemos una democracia tan moderna y consolidada, aunque tanto presumamos de ella.

Si yo fuera fuerte, haría algún esfuerzo por poner coto no solo a una porción de corruptos. Para que la historia no sea siempre la misma.

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