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¿Una moción anómala?

La moción de censura llamada "constructiva", importada por la Constitución española de la Ley Fundamental alemana, no parecía tener mucho recorrido en nuestra praxis política nacional. Ello porque, si bien resulta perfectamente factible que la mayoría absoluta del Congreso esté de acuerdo en derribar al Gobierno, es extraordinariamente difícil lograr ese mismo consenso para, en unidad de acto, sustituir al Presidente censurado por otro. Así se evidenció en los tres fracasados intentos anteriores (el de Felipe González contra Adolfo Suárez, el de Antonio Hernández Mancha contra González y el de Pablo Iglesias contra Mariano Rajoy), de modo que este mecanismo de exigencia de responsabilidad política al Ejecutivo se nos mostraba, en realidad, como un "show" dirigido al electorado que el candidato pretendía captar, más que como un intento serio de renovación gubernamental. ¿Qué ha ocurrido para que en esta ocasión no haya sido así? Y cabe añadir: ¿de verdad hemos asistido a una moción de censura constructiva?

En cuanto al primer interrogante, hay dos factores de relieve a tener en cuenta: la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gürtel, ciertamente, y la pésima gestión del conflicto catalán por parte del Gobierno de Rajoy.

La resolución judicial, aún no firme, dejó bien establecida la corrupción estructural del Partido Popular, la existencia en su interior de una caja B y la consideración de dicho partido como partícipe a título lucrativo de los efectos de los graves delitos enjuiciados. El PP incurrió, en suma, en un supuesto de enriquecimiento con causa ilícita. En la sentencia se afirma, en efecto, que entre el Grupo Correa y el PP se tejió una estructura de colaboración estable y "se creó en paralelo un auténtico y eficaz sistema de corrupción institucional a través de mecanismos de manipulación de la contratación pública central, autonómica y local". Es imposible minimizar el efecto devastador de semejante constatación jurisdiccional sobre el prestigio de los políticos populares y la honorabilidad del propio Gobierno y de su Presidente. Creo que Rajoy ha sido insensible a la fuerza brutalmente descalificadora de estas afirmaciones. La corrupción no puede minusvalorarse como algo fatalmente inherente a la condición humana. Cuando se ha llegado al punto de que los órganos judiciales realizan semejantes apreciaciones, es obligado presentar la dimisión si se respeta mínimamente la alta dignidad del cargo presidencial.

Por lo que se refiere al conflicto independentista en Cataluña, la pasividad política de Rajoy y la abdicación de todas sus responsabilidades en manos de los Tribunales han causado un daño enorme a la convivencia democrática en esa Comunidad Autónoma. Las heridas siguen allí sangrando como consecuencia de un largo proceso secesionista que debiera haberse atajado de raíz ya en 2012: primero, dejando clara a todos la firme voluntad del Estado de preservar a toda costa la unidad del país; y segundo, abriéndose a un diálogo político y económico sobre el diseño territorial de España, incluida la cada vez más necesaria reforma de la Constitución. Por desgracia, en su crisis institucional más grave desde el 23-F, España ha tenido el peor dirigente posible: un fanático del "laissez faire" metido en un juego de ruleta rusa. ¿Es que alguien puede ser un talibán de la abulia? Rajoy sí, y váyase el oxímoron a donde le pete.

Ahora bien, una moción de censura tiene dos vertientes. De un lado, y como dice la Constitución, sirve para "exigir la responsabilidad política del Gobierno" (art. 113.1). Pero de otro, su carácter constructivo requiere una alternativa al Ejecutivo cuyo cese se provoca. Esta segunda vertiente asemeja el debate de la moción de censura al debate de investidura de un candidato a la Presidencia del Gobierno. De ahí que la Constitución disponga que el candidato incluido en una moción de censura triunfante "se entenderá investido de la confianza de la Cámara a los efectos previstos en el artículo 99. El Rey le nombrará Presidente del Gobierno" (art. 114.2). Y de ahí también que el Reglamento del Congreso requiera que el candidato exponga ante los Diputados "el programa político del Gobierno que pretende formar" (art. 177.1). ¿Ha hecho esto verdaderamente Pedro Sánchez? Se convendrá que sólo en términos muy vagos, cosa que a nadie puede sorprender dada la heterogeneidad ideológica de sus apoyos. Algunos de éstos, los indepes más hirsutos, declararon paladinamente desde la tribuna que votaban contra Rajoy más que a favor de Sánchez.

Pero la falta de un programa explícito obedece también a otras razones. Personalmente, no tengo la menor duda de que la intención del nuevo Presidente es agotar la legislatura. No es eso lo que dio a entender, desde luego, ni lo que le piden adversarios como Ciudadanos o incluso medios periodísticos afines al PSOE (aunque no a Pedro Sánchez). Sin embargo, aparte de que el país no demanda, que se sepa, elecciones generales inmediatas, el líder socialista necesita, para contrarrestar las actuales predicciones demoscópicas, una estancia en el poder que le permita ofrecer a los electores un esquema atractivo y trabado de actitudes, proyectos y realizaciones; y eso requiere tiempo. El programa borroso del candidato Sánchez sólo lo puede dibujar con detalle el Presidente Sánchez. Aquellos que no sólo votaron contra Rajoy (como Iglesias y los suyos), lo hicieron en favor de Pedro Sánchez no ya bajo palabra de honor, sino, habida cuenta de lo meramente pespunteado de su discurso y de las demás intervenciones en el debate, en atención casi exclusiva a expresiones gestuales. Y es que el gallego de este debate no podía ser Rajoy. Estaba demasiado indignado.

En suma, una moción anómala, más destructiva que constructiva. Ni la premura de la ocasión ni el caleidoscopio de la Cámara permitían mucho más.

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