Cuentan que durante una visita del filósofo catalán Ferrater Mora a su tierra, el entonces presidente de la Generalidad, Jordi Pujol, le invitó a comer y aprovechó para preguntarle qué conocimiento de Cataluña se tenía en Estados Unidos. El filósofo contestó que prácticamente ninguno. Contrariado, Pujol le pidió sugerencias sobre qué se podría hacer para solucionarlo, y el filósofo, socarrón, respondió que «un terremoto podría ayudar».

Cabe suponer que Pujol captó la broma, pero parece que sus sucesores y correligionarios se lo tomaron en serio, porque desde hace un tiempo eso es exactamente lo que pretenden. Causar un terremoto político, económico y social de tales dimensiones que no se pueda ignorar en ningún lugar y en particular en las instituciones y la opinión pública internacional. Poco importa si para conseguirlo hay que arruinar el normal funcionamiento del sistema político español en su conjunto y el catalán en particular, si hay que generar una dolorosa fractura social, socavar el crecimiento económico regional o calumniar internacionalmente las instituciones y el sistema democrático español. Todo vale si se trata de remover las estructuras de lo que se quiere arruinar.

Todo ello es ciertamente un problema. Pero, como los políticos independentistas aducen para su justificación, el problema real está en los dos millones de catalanes que empujan para zarandear la legalidad del estatuto y la constitución, y para convertir en escombros la historia de convivencia y reconocimiento entre los catalanes y los demás españoles. Los terremotos sacan a la luz la existencia de fallas aunque con frecuencia también las agranden y profundicen.

Pues bien, a la violencia sísmica del nacionalismo independentista hay que sumar la producida por la ruina política del partido que ha sostenido el gobierno del Estado durante los últimos años. El asunto va más allá de la simple acumulación de casos de corrupción política en un determinado partido. Para empezar, porque ese partido es uno de los protagonistas de la restauración y normalización democrática del país en los últimos decenios. Y el problema tampoco se detiene al poner al descubierto la dinámica general para la financiación de los partidos políticos y su interferencia con el funcionamiento de las administraciones que ocupan.

Todo lo anterior es grave, desde luego, pero en cierto sentido secundario respecto del fondo de la cuestión al que señalan: el país no se diferencia tanto de esos políticos como nos gusta creer y como afirman tanto los críticos como los defensores de ese partido y de todos los demás. Esa afirmación es un emplaste para calmar mediante una adulación de veracidad poco probable. De hecho, es posible que los partidos y los políticos sean lo peor de un país, porque todos tenemos cosas mejores y peores, y los países también. Pero no es posible que la política y los políticos sean todo lo contrario de todo lo demás de ese país.

Los verdaderos terremotos políticos suelen provenir de fallas morales de los países y no solo de los políticos. Ciertamente, no les falta razón a los que dicen que son muchos los políticos a los que no se puede incluir en la misma categoría, y tampoco les faltan motivos a los defensores de la dignidad patria cuando aseguran que son muchos los ciudadanos de bien que trabajan a diario honrada y meritoriamente. Eso faltaría. Pero ese no es el problema.

La cuestión es, a mi juicio, si son esos muchos o los otros los que conforman el clima moral de una sociedad que a veces depende más de minorías significativas que de mayorías relativas. De hecho, a mi juicio, en España es notablemente mayoritario el descrédito del esfuerzo y del sentido de la responsabilidad convertido en rasgo del carácter, por mucho que sean -si es que lo son- una minoría los que lo denostan.

Y no es que falten personas que realicen con esfuerzo sus obligaciones y oficios. A diario se ve que son multitud. Estamos, pues, dispuestos al esfuerzo, pero no a amarlo como nuestra obligación porque no nos han enseñado ni hemos visto entre nosotros un genuino y predominante amor al deber. Y no me refiero a ese deber categórico e imperativo del que hablaba Kant y prefieren las almas de los países fríos. Me refiero al deber de la virtud del que hablaron Sócrates y los suyos bajo un mismo sol que el nuestro: un deber cuyo cumplimiento se puede preferir también porque produce el gozo de su realización.

De hecho, frente a la idea puritana de que el hombre bueno es el que hace lo que debe contra toda inclinación, la idea griega del hombre bueno es la del que hace lo que debe y lo prefiere, incluso gozándose en hacerlo, por lo menos de vez en cuando. Esa satisfacción en cumplir el deber que es perfectamente compatible con el esfuerzo, es lo que nos tenemos prohibido y, por tanto, es también lo que no recibe aplauso alguno sino indiferencia cuando no desdén público.

En nuestra cultura moral prevalece un hedonismo grosero que enaltece y prestigia el placer sin obligación y que no se corresponde ni con la forma real de nuestras vidas, mucho más sufridas y meritorias, ni con la realidad universal de la existencia humana. Nuestra psicología moral es la del pícaro: está dispuesto y de hecho lleva una vida llena de trabajos y privaciones, pero solo para evitar vivir amando el trabajo al que le obliga la vida.

Por eso abundan quienes creyendo que se pueden ahorrar el esfuerzo, no encuentran razones ni sentimientos que les inclinen en la dirección de atenerse a un deber cuya satisfacción no han aprendido a estimar. Así que lo nuestro no es un terremoto sino una falla en la consistencia de nuestra cultura moral que amenaza la viabilidad del sistema político.

Entre nosotros tiene buena fama quien hace el bien, pero no el hombre bueno porque preferimos el bien sin virtud ni obligación.