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Rajoy ha caído por la crisis institucional

Qué quiere que le diga de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano", declaró el almirante Aznar, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, en abril de 1931, a los periodistas cuando le preguntaron por el resultado de las elecciones municipales que el día 14 desembocaron en la proclamación de la Segunda República. Puede parecer excesivo establecer el paralelismo histórico entre lo que sucedió entonces con lo que ayer aconteció en el Congreso de los Diputados. Sin duda lo es. Lo que no cabe es disminuir la radical importancia que adquiere el descabalgamiento, moción de censura mediante, de Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno y su sustitución por el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, quien llega a La Moncloa cuando otra vez en España se ha abierto una profunda crisis institucional, que, sin duda, está poniendo a prueba los engranajes en los que se asienta el sistema político de la Constitución de 1978.

Una moción de censura como la que la Constitución ha establecido en España, constructiva a imagen y semejanza de la existente en la República Federal de Alemania, un mecanismo que evita que caigan un gobierno tras otro, al ser requisito indispensable proponer un candidato a presidente, no tan solo promover la eliminación del existente, difícilmente prospera. Solo lo hace cuando la situación evidencia que el desmadejamiento es acusado.

Eso es lo que acontece en España: con una situación estable, la moción de censura ni tan siquiera se le habría pasado por la cabeza a los dirigentes del PSOE. Mejor no llamarse a engaño: la corrupción del PP, la derivada de la Gürtel, ha sido el vector que ha posibilitado que la moción de censura haya sido presentada y obtenido la mayoría absoluta de los diputados, pero lo que la ha provocado es la quiebra institucional originada en Cataluña. Es lo que allí sucede, la torpe respuesta ofrecida por el Gobierno del presidente Rajoy, la absurda judialización de un problema político de envergadura descomunal, lo que ha precipitado el desenlace al que acabamos de asistir. Ni los nacionalistas vascos ni los catalanes de la derecha se hubieran sumado a la moción de censura de no haberse desencadenado la actuación judicial, la intervención del Tribunal Supremo, que ha llevado a políticos a la cárcel y a otros a tener que abandonar España para evitar acabar de igual suerte. Cataluña, una vez más, es la que quiebra la institucionalidad española. Asistimos a otra ruptura en 1934 y a lo largo del pasado siglo se pudo ver cómo era en el Principado desde donde surgían los movimientos que pusieron en continuo jaque el artificio político que fue la primera Restauración, la alumbrada por un político tan notable como Antonio Cánovas del Castillo.

Los procedentes no conducen al optimismo. España se ve sacudida por la mismas turbulencias que afectan a media Europa con un elemento difrenciador: a la supresión de la hegemonía de los partidos tradicionales hay que añadir la de una institucionalidad que nunca ha sido plenamente aceptada, que no ha acabado de enraizar en determinados sectores sociales, probablemente porque las inevitables renuncias que la Transición originó, dejaron sin solventar asuntos fundamentales.

Todo ello no empece la culpable responsabilidad que incumbe a los nacionalistas catalanes, embarcados en una inverosímil e ilegal deriva política, que ha evidenciado, además de su escasa talla, una ignorancia estratégica colosal.

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