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¿Quién dijo que el Gobierno parlamentario era aburrido?

acabamos de asistir a un hecho muy poco frecuente en términos políticos y constitucionales: que mediante una moción de censura se exija responsabilidad política al Gobierno, que éste deba presentar su dimisión al Rey y que el candidato incluido en aquélla resulte investido de la confianza del Congreso de los Diputados a los efectos previstos en el artí- culo 99 de la Constitución española (CE). A priori, la probabilidad de que una moción de censura prospere en España es muy escasa, dada la exigencia de que quien se proponga como alternativa para sustituir al Presidente en ejercicio deba contar con el apoyo de la mayoría absoluta de los componentes del Congreso de los Diputados (artículo 113.1 CE); menos factible todavía si quien la presenta es un Grupo Parlamentario cuyos componentes son 84. Parecería, incluso, más probable que la caída del gobierno de Rajoy se hubiera producido la semana anterior a la votación de la reciente moción de censura si no hubiera obtenido la aprobación del Congreso de los Diputados al Proyecto de Ley de presupuestos generales del Estado para 2018, pues en no pocos países, singularmente en Gran Bretaña, tal derrota política conlleva inexorablemente la dimisión del jefe del Gobierno; algo de eso ocurrió en España en 1995 cuando Felipe González convocó elecciones anticipadas tras no conseguir el visto bueno parlamentario a su propuesta de cuentas públicas.

Las dificultades de sacar adelante una moción de censura «constructiva» se evidenciaron con el fracaso, al menos en términos constitucionales, de las tres anteriores a la debatida esta semana -en mayo de 1980 con Felipe González como candidato alternativo a Adolfo Suárez, en marzo de 1987 con Antonio Hernández Mancha como propuesta frente a Felipe González y en junio de 2017 con Pablo Iglesias intentando sustituir a Mariano Rajoy- y aquellas derrotas obedecen a que este instrumento constitucional se ha articulado en nuestro país a semejanza de lo previsto en el artículo 67 de la Norma Fundamental alemana, donde se pretende garantizar la estabilidad al Gobierno impidiendo que, en principio, puedan derribar al Gabinete formaciones minoritarias, que carecen de la cohesión suficiente para convertirse en auténtica alternativa. Esa es la teoría pero lo cierto es que, en última instancia, la estabilidad gubernamental depende de la correlación de fuerzas políticas y de los intereses de los diferentes partidos, pues puede ser suficiente con que una de las formaciones que integran una coalición de gobierno pacte con el principal partido de la oposición para que se produzca la caída del Ejecutivo. Esto es lo que sucedió en Alemania en 1982 cuando el Partido Liberal rompió la coalición que mantenía con el Partido Socialdemócrata y pactó la formación de una nueva mayoría con la coalición democristiana CDU-CSU. En la negociación entre conservadores y liberales se acordó un programa económico de transición, se designó a Helmuht Kohl como candidato a canciller, se fijó el reparto de ministerios entre los dos grupos políticos y, lo que no resultó trivial, se acordó que las elecciones anticipadas no fueran demasiado inmediatas al cambio de Gobierno para permitir la recuperación de la imagen de los liberales frente a la opinión pública; pues bien, la moción de censura fue apoyada en el Bundestag por 256 votos contra 235.

Como es conocido, en España no se rompió el Ejecutivo de Rajoy ni ha habido un acuerdo expreso de gobierno entre quienes han apoyado la moción pero alguno de los intereses políticos en juego no es muy distinto al que se escenificó en Alemania -no convocatoria inmediata de elecciones- y, desde luego, tales pretensiones no gozan de menor legitimidad política y constitucional. En suma, el gobierno que formará Pedro Sánchez no es más legítimo, pero tampoco menos, que el presidido hasta el 1 de junio por Mariano Rajoy: no importa, a los efectos que nos ocupan, que el nuevo presidente del Gobierno no sea diputado en el Congreso (no lo era, aunque sí senador, Antonio Hernández Mancha en 1987); tampoco es jurídicamente relevante que el Grupo Parlamentario Socialista cuente con menos de la cuarta parte de quienes integran el Congreso de los Diputados o que no haya un pacto de gobernabilidad entre las 8 formaciones políticas que han respaldado la moción el viernes 1 de junio. Lo único relevante es que ha concitado 180 votos a favor, 4 más de los necesarios.

A partir de ahora se abre un escenario institucional en el que la orientación del país queda en manos del nuevo gobierno, que, de acuerdo con el artículo 97 CE, «dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». No le resultará fácil al nuevo Ejecutivo alcanzar el término natural de la Legislatura en junio de 2020 pero tiene en sus manos las iniciativas política y normativa (legislativa y reglamentaria), incluido el monopolio de la presentación, en su caso, de un nuevo Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado; su presidente cuenta, asimismo, con una potestad no despreciable: «proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales» (artículo 115.1 CE).

Por su parte, la oposición puede poner importantes trabas parlamentarias a un Gobierno monocolor: rechazar sus iniciativas legislativas, no convalidar los Decretos-leyes que apruebe el Ejecutivo, someterle a un severísimo control en las dos Cámaras -el Grupo Popular en el Senado tiene mayoría absoluta y, eventualmente, derribarlo con otra moción de censura, «instrumental» o no-. En algo así debía estar pensando, si bien en un panorama político, social e institucional muy diferente, Stuart Mill cuando, al hablar del gobierno representativo, imaginaba que «un Congreso en el que cada interés, cada matiz de la opinión, pueda ser sostenido con pasión frente al Gobierno y los demás intereses y opiniones, puede hacer que éstos escuchen su voz y digan sí a sus exigencias o demuestren claramente por qué dicen no». ¿Quién dijo que el Gobierno parlamentario era aburrido?

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