Ahí está ella, en la silla, tal y como la ha sentado Michèle Desbordes en su novela El vestido azul.Delante del pabellón, inmóvil y con las manos cruzadas sobre el regazo, Camille Claudel espera y espera y espera. Antes arrastró la silla hasta el jardín y se puso a mirar y mirar y mirar. De vez en cuando ve el paisaje en blanco y negro, muy negro, pero en la mayoría de las ocasiones inventa con su mirada diferentes colores y tonalidades.

Contempla el mundo girando alrededor de su silla. Fija la mirada en el horizonte e imagina la llegada de su hermano Paul, única visita que recibe en el psiquiátrico donde su familia la ha recluido en contra de su voluntad. En ese infierno pasará sus treinta años restantes de vida.

Sentada en la silla, cierra los ojos y ve llegar por el sendero de siempre a Paul, quien apenas la visita. Quizás, porque anda a menudo de viaje, escribiendo poemas y reuniéndose con artistas, o tal vez porque le aterrorice ver a su querida hermana consumiéndose en el pozo oscuro al que ha sido arrojada por iniciativa de la madre. Qué más da, habrá pensado su progenitora. Para estar encerrada en su taller, mejor meterla entre rejas. Contó también con la complicidad de Paul. ¿Se vería este incapaz de asistir a su tristeza y desesperación, a su reclusión permanente en el taller donde se dedicaba a esculpir sin descanso para terminar destruyendo su obra? Razones tenía, puesto que no solo sufrió la traición de Rodin, su maestro y amante durante quince años. Posó para él y esculpió sin firmar sus piezas, excelentes esculturas de las que se apropió su maestro. No se le permitió llevar a cabo su carrera artística de forma independiente a la de Rodin.

Ahí continúa, sentada en la silla, esperando y esperando. No se sabe si ahora desprecia el tiempo que aún le queda porque ya han matado sus sueños o si todavía sueña con poder adueñarse de sus días y convertirse en lo que nunca ha dejado de ser: Camille, mujer libre y artista de una obra excelsa. Única.