Desde que el lunes se conociera el ofrecimiento de Valencia como ciudad de acogida del Aquarius, se vive en la ciudad una respuesta emocional sin precedentes en los últimos años. La mayoritaria -quiero pensar- de empatía y generosidad. También de reconocimiento hacia las instituciones que lo han hecho posible, situándose a la altura de las circunstancias, asumiendo responsabilidades y tomando decisiones que anteponen la vida y los derechos humanos a cualquier otra consideración. Y algo que debiera ser normal en la Europa del siglo XXI, se convierte en extraordinario.

Y sé que es injusto, o al menos arbitrario, centrar toda nuestra atención en este barco en concreto, cuando ha habido y continuará habiendo tantos otros. Cuando más de 16.000 mujeres, hombres, niñas y niños han muerto en el Mediterráneo desde el año 2014 en un intento fracasado por evitar la miseria, la persecución o la amenaza sobre sus vidas. Pero la historia nos demuestra que un hecho particular puede suponer la gota que precipita un cambio social y político significativo.

Si queremos que el Aquarius no quede en anécdota que inflama y desinflama emociones toca abordar cuestiones presentadas hasta ahora como intocables, pero que en realidad responden a una determinada lógica economicista, clasista y, digámoslo claro, también racista. La modificación de la ley de extranjería, garantizar el derecho de asilo o el cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), entre ellos el de València, tal como reclamó el pleno del Ayuntamiento en el año 2015. Toca que los organismos europeos e internacionales se corresponsabilicen definitivamente de la situación sociopolítica de decenas de países empobrecidos del sur.

Con la llegada del Aquarius, la ciudad de València desafía esas lógicas políticas y económicas fallidas. Lógicas que, entre otras cosas, alimentan la territorialidad y el enfrentamiento entre los colectivos más desposeídos haciéndolos caer en la trampa de que han de luchar entre ellos por la obtención de los recursos básicos. Una manera perversa de eliminar de la ecuación la justicia social y de invisibilizar el control de esos recursos. Las mismas lógicas que están engordando los fascismos en toda Europa, tal como exhibe Italia sin pudor estos días.

A las ciudades también les corresponde gobernar las emociones para que, en lugar del enfrentamiento y la exclusión, se genere confianza y apoyo mútuo. Los mensajes de solidaridad y diversidad son fundamentales y se retroalimentan entre sí, y acompañados de políticas sociales amplias y inclusivas pueden ser la vacuna contra el miedo, neutralizando el odio, la intolerancia y el racismo.

Este fin de semana en València tienen lugar dos acontecimientos que van en esa línea de generar emociones que construyen y cohesionan, que transforman lógicas envenenadas: hoy la celebración del Orgullo LGTBI y mañana la acogida de más de 600 personas refugiadas. València en el mapa de la dignidad.