Por qué son preciosas las piedras preciosas?», fue la pregunta con la que Aldous Huxley abrió una de las conferencias que impartió en la Universidad de California en 1959. Pero es más que una pregunta: es un filtro o una contraseña para no dejar pasar a todo lector incapaz de hacerse preguntas infantiles, es decir, filosóficas. Y entre los filósofos habrá dejado fuera a todos los que padecen de intolerancia al misterio.

Entre las castas de despechados solo los cínicos habrán atravesado el filtro con la expectativa de encontrar una desmitificación de lo precioso a la altura de su desdén. El filósofo alemán Robert Spaemann decía que un cínico era casi siempre un fanático desilusionado, pero basta con haber sido primero un crédulo y después un descreído para correr el riesgo de reducir la inteligencia a sarcasmo.

En realidad, solo pueden hacerse esa pregunta los que se han maravillado alguna vez ante una de esas piedras, porque la impresión de lo admirable se guarda en la memoria con la forma de preguntas elementales. Pero maravillarse es hoy una experiencia improbable porque requiere dejarse sorprender y admitir la propia ignorancia: para nada algo que un experto -el sabelotodo moderno- pueda permitirse sin desacreditarse.

La pregunta y sus respuestas solo pueden interesar a quienes dejan lugar a la sorpresa, por modesta que sea. Por eso Huxley pone en relación las piedras preciosas con las lucecitas navideñas o sus brillantes adornos, y con los fuegos artificiales o las vidrieras que iluminan los templos góticos. El brillante colorido que comparten todas ellas es solo el reflejo material de lo que las une en realidad: la invitación a dejarse envolver de la posibilidad del prodigio que hacen sentir.

Y de ahí extrae Huxley su conclusión: todas ellas nos hablan de otro mundo donde todo es brillante y la realidad resplandece luminosa, es decir, del «mundo de las visiones» que brota de nuestro rincón más arcano y profundo. Las piedras preciosas serían de entre todas las cosas materiales las más parecidas al «misterioso mundo de las visiones que yace dentro de nosotros».

Sin embargo, en las piedras preciosas hay algo más que en las lucecitas de adorno, las cristaleras o los fuegos artificiales que, al fin y al cabo, son como los efectos especiales de la ilusión. Las piedras preciosas no son fruto de ninguna clase de prestidigitación, por el contrario, surgen de las entrañas fundidas de la tierra y son casi tan antiguas como ella, pues muchas se formaron hace dos o tres mil millones de años. Así que proceden de un pasado que apenas podemos imaginar y del que difícilmente podremos ver algo en este mundo, salvo esas sorprendentes piedras.

Además, son las sustancias más duras que conocemos y su inalterabilidad se une a lo extremadamente difícil de encontrar y trabajar que resultan, y al brillo y colorido que las distingue entre todos los demás minerales. Tal vez por todo ello ejercen sobre nosotros esa secreta fascinación que nos hace preferirlas para regalar y adornar lo que amamos. Es cierto que son costosas porque muchos las quieren, y también que muchos las quieren solo porque son costosas, pero todo eso es secundario respecto de su auténtico valor: son las cosas de este mundo que más nos maravillan y que preferimos para regalar, y es su idoneidad para servir de regalo lo que justifica su valor. Son caras porque las regalamos, aunque muchos solo las regalen por lo caras que son.

Por eso, cuando Tomás Moro describió a los niños de su Utopía jugando con piedras preciosas como si fueran canicas no estaba desenmascarando nada, sino mostrando que ser niño es poder jugar con cualquier cosa como si fuera algo precioso sin considerar siquiera su valor, es decir, captando la pura maravilla que las hace preciosas.

Ciertamente, también los reyes y jerarcas las han preferido para adornar su presencia con el reflejo de lo excepcional. El poder es una intensificación de la realidad que se manifiesta en su brillo y luminosidad. Incluso nosotros hemos sustituido la pompa antigua del poder por la luz de los focos y el brillo de las pantallas que hacen visibles a los poderosos: el remedo contemporáneo de lo precioso de la realidad. Sin embargo, más brillante y luminosa que el poder es la belleza misma, y por eso más que a jerarcas, las piedras preciosas adornan la realidad transfigurada en su ocasión más esplendida, esa que hace que lo extraordinariamente bello se parezca más a un sueño que a la realidad.

Y ahí resurge la idea de Huxley de que lo precioso de las piedras preciosas es el reflejo de nuestro mundo de las visiones. Sin embargo, su dureza y antigüedad deberían recordarnos que son desde mucho antes y más duraderamente que los hombres que las admiramos y, por tanto, son mucho más reales que nosotros mismos, al menos bajo ciertos aspectos. Pertenecen al mismo tiempo a la geología terrestre y al mundo en el que nos sumimos cada vez que suspendemos el sabiondo descrédito de lo increíble: lo prodigioso -como lo terrible- siempre aparece con la forma de lo imposible hecho realidad.

Solo entonces, cuando se repara que lo maravilloso no necesita de nuestro permiso para existir, se hace visible lo irrisorio de creer que lo extraordinario de las piedras preciosas depende de nuestra mente. No son como la pompa del poder, los adornos luminosos o los efectos visuales de los vitrales o la pirotecnia, son más duras y más antiguas que todo eso y no tendrían nada de precioso si no fueran tan reales como prodigiosas.

Lo precioso de las piedras preciosas es que nos señalan que la realidad incluye prodigios y que lo prodigioso para serlo ha de ser tan real como increíble. Así que la respuesta a la pregunta «¿por qué son preciosas las piedras preciosas?», es que todo su excepcional y colorido brillo o luminosa transparencia es sencilla e increíblemente real, inalterable y duraderamente real.