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Jaqueca

Este artículo es el relato de la vida de Clo, Clotilde, escrito tras enterarme de su suicidio. De pequeña su abuelo la llamaba en broma Cefalita, una palabra de origen griego que, según él le contó, vendría a significar cabecita, porque las historias que se cocían dentro de la suya eran extraordinarias, lo que no quería decir que fueran buenas desde un punto de vista literario, sino que se salían de lo ordinario. A medida que iba creciendo descubrió que siempre que tenía jaqueca -un nombre horrible- y le dolía la mitad de la cara, la cabeza, un ojo y el cuello, se producía ineluctablemente una sonora tormenta o le ocurría algo bueno o malo, dependiendo del lado del rostro, en el que el dolor era tal que le daba ganas de vomitar -acaso se decía como consuelo- para echarlo fuera de su cuerpo y librarla de tanto sufrimiento con aquellas violentas náuseas y arcadas. Uno de los recuerdos que jamás olvidaría era el de la noche de Reyes de sus doce años recién cumplidos. Les había pedido a sus majestades -su madre y su padre- que le trajeran de Oriente seis docenas de bolsas de patatitas chips, otros tantos kilos de gominolas y de bombones de licor, y cien botellas de cocacola, es decir, todo un acopio para todo el año de lo que sus padres no le permitían ni oler. Pero no pudo dormir por el dolor de la mitad derecha del cráneo y de la cara que le anunciaba que no encontraría en su zapato nada de lo que quería, como así había sido, puesto que la migraña que le vaticinaba algo bueno era la que le afectaba al lado izquierdo, seguro que porque era zurda y su parte siniestra del cuerpo, la del corazón, era la buena, y la diestra la mala.

Y creció creyendo que los vaticinios de su cefalea eran tan ciertos como la ley de la gravedad y cuando fue a votar por primera vez, con una hemicránea de su lado favorable, el izquierdo, ya cerca del colegio electoral, en la pared de un antiguo hospital clausurado hacía mucho tiempo, había una pintada de mayúsculas multicolores: "El lado que te duele predecirá tu voto. ¡Qué hallazgo tan notable! ¡Qué pasmo y alboroto". La verdad es que ni se pasmó ni se alborotó, porque el dolor de la mitad izquierda de la cabeza ya le había indicado a qué partido debía votar.

Más tarde, conviviendo con su migraña, soportable gracias a sus amigos los analgésicos, encontró en un avión al amor de su vida, mientras volaba a París a pasar unos días en casa de su amiga Colette. Él ocupaba el asiento de al lado e iba leyendo. Pero ella tenía bastante con tratar de olvidarse de su hemicránea de los buenos augurios, hasta que el dolor la obligó a llamar a una azafata a la que le pidió un vaso de agua para tragar la pastilla y que al sufrimiento se lo llevara el diablo. Él entonces dejó de leer y la miró, precisamente cuando el dolor la obligó a cerrar el párpado izquierdo y supuso, sin duda o, al menos, así se lo indicaba su sonrisa, que con aquel guiño de ojo ella trataba de tirarle los tejos. Pero comenzaron a hablar y llegó la azafata con el agua. Se tomó el analgésico y dejó seco el botellín, sin una sola gota. Él le preguntó si se trataba de un tranquilizante para evitar la ansiedad del miedo a volar. Le dijo que padecía desde niña migraña, hemicránea, cefalea, jaqueca, como quisiera llamar a un dolor agudo y fastidioso de un lado del cráneo y de la cara. Él le contó que su madre la padecía también y que sí era algo muy molesto y doloroso. Por otra parte su mujer? Aquí, la verdad, ella se desinfló un poco, aunque se llamó imbécil por haber sido de nuevo la Cefalita fabuladora de la infancia que en un pispás se había construido en su cabecita dolorida y loca una historia de amor en pleno vuelo? Bueno, prosiguió él, en realidad, era su ex mujer, porque estaban divorciados desde hacía un par de años. Era neuróloga y trataba a su madre cuando sufría las crisis. Le preguntó si estaba casada y estuvo a punto de decirle que sí para castigarlo por la desilusión que le había causado aludiendo a una esposa que le estorbaba para construir su micronovelita de amor en el aire, aunque le dijo la verdad: que había estado a punto de casarse, pero él se había muerto un mes antes de la boda en un accidente de coche.

Le tomó una mano. -Lo siento- le dijo con compunción que no parecía fingida. -Siento haber hecho esa pregunta.

-Es una pregunta normal, que no tiene nada de impertinente.

Después hablaron de la novela que, curiosamente, ambos estaban releyendo: "Desierto", de Le Clézio, un autor francés que les parecía muy interesante. Ella le comentó que esa narración acerca de una joven perteneciente al pueblo de los "hombres azules", guerreros del Sahara, que se traslada a Francia donde vive desolada añorando su vida en el desierto, mientras trabaja en Marsella de camarera y llega a ser portada de las más afamadas revistas, se había convertido en uno de sus libros preferidos.

Sintió un nuevo latigazo en el lado izquierdo de la cabeza y volvió a cerrar el ojo. Él la abrazó y comenzó a acariciarle la cara.

Le preguntó si era digitopuntor, porque el dolor la estaba dejando en paz, gracias a sus dedos.

"Las manos de los enamorados hacen milagros para espantar a los diablos que le causan daño y martirizan a su amada", le repuso él.

Se casaron enseguida y el día de la boda ella se despertó con su compañera "Mari Migraña"; pero no solo no le importó, sino que le dio una gran alegría, porque el dolor era del lado izquierdo, el heraldo que le anunciaba no la felicidad total, que no existía, sino muchos gozos y satisfacciones en su nueva vida que no fue nada idílica ni siquiera pacífica como esperaba, porque su pareja la maltrataba y luego le pedía perdón y la convencía para que olvidara lo ocurrido, porque él la adoraba. Pero la adoración era tan mortífera, que la obligó a quitarse la vida para huir del sadismo de su torturador cotidiano.

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