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La despedida

En la opinión de muchos, Rajoy ha estado más tiempo de lo deseable aferrándose al poder. Sin embargo, desde el momento en que dejó la Moncloa a lomos de la premura de Pedro Sánchez no ha hecho otra cosa que soltar lastre. Primero, su renuncia en el partido, ahora se ha despedido del escaño de diputado. Es como si hubiera llegado a la conclusión de que no merece la pena empeñarse en seguir cuando no le quieren. Está claro, Rajoy no tiene intención de volver a empezar desde la oposición; se ha dado cuenta de que la vida ofrece otro tipo de oportunidades al margen de la política. ¿Quién es capaz, además, de lidiar con el toro de la sucesión en un partido tan devastado moralmente como es el PP?

Al contrario de otros presidentes de gobierno, entre ellos el que lo aupó desde el delfinato, Rajoy, creo yo, es lo suficientemente perezoso como para desandar lo andado. Mucho más todavía para reservarse en el futuro un papel injerente en la política. No es Felipe González ni Aznar, para dar consejos. Ni tampoco lo veo, como a Zapatero, de mediador en los conflictos internacionales, debido entre otros motivos a su sentido del ridículo. Ni el abuelo Cebolleta ni mucho menos el ser providencial de José Mari tienen cabida en su microcosmos, simplemente ha llegado a la conclusión de ahí os quedáis. Incluso podría repetir aquello famoso de Estanislao Figueras, el primer presidente de la malograda primera república española, de "señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros".

Lo que Rajoy desea es volver a ocupar su plaza de registrador de la propiedad y dedicarse a los menesteres ociosos que pesaron sobre él: la lectura del "Marca" y los puros. Esta vuelta a las tarde plácidas de los casinos de provincia concuerda mucho con el Presidente que se ha ido y que enseguida se olvidó de lo que fue tras una tarde achicando en un bar.

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