En los prolegómenos de la llegada del Aquarius al puerto de Valencia, me emocionó comprobar como el gobierno de Pedro Sánchez solucionaba la reprobable negativa de Italia y Malta a acoger a los 629 inmigrantes protagonistas de una angustioso periplo. Pero también experimenté cierta prevención ante el peligro de que la arribada de los acogidos se convirtiera en un circo mediático, algo que, afortunadamente, no sucedió gracias a la ausencia de cadenas televisivas disputándose la audiencia con sensacionalistas directos. También fue determinante la decisión de la vicepresidenta Carmen Calvo y el presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig, de que la recepción de los inmigrantes transcurriera de un modo respetuoso, eficiente y sin políticos oportunistas posando para la foto de rigor.

Sin embargo, mi intranquilidad aumentó conforme los medios lanzaban la consigna de que los refugiados que estaban a punto de arribar, recibirían un tratamiento especial durante un mes, transcurrido el cual, se les ofrecería la misma atención que a cualquier inmigrante y se actuaría «con los protocolos establecidos de acuerdo a la legislación española».

Me resultaba discordante el contraste entre tata euforia y el hecho de que en los últimos días, más de 1.300 inmigrantes hubieran llegado a las costas de Cádiz y Canarias sin carteles de bienvenida ni una desmesurada repercusión mediática. Así, concluí que lo que la alegría del Aquarius se daría de bruces con la realidad cotidiana de los servicios de protección civil que atienden todo el año a decenas de miles de seres humanos para ubicarlos en unos centros de internamiento cada vez más desbordados.

¿Y después, qué?, me pregunté entonces intentando ser realista. ¿Quien se encargará de explicar a los niños que viajan en el Aquarius que ya no habrá juguetes como los que recibieron a su llegada? ¿Quien les dirá a los 629 refugiados que se acabó la fiesta, que se agotó el plazo del trato especial? ¿Cómo podremos hacerles comprender que la música, los aplausos y los abrazos de bienvenida quedarán en un recuerdo cuando el mes de gracia se acabe?

Aplaudo la actuación de nuestro gobierno, y lo hago con tanta vehemencia como me opongo a la nada humanitaria postura de Italia y Malta. Pero me duele que se estén creando expectativas que no se podrán mantener, siendo que el especial tratamiento que ahora reciben los acogidos tiene fecha de caducidad, y aquellos que no logren acreditarse como refugiados políticos no obtendrán asilo y deberán afrontar una probable expulsión.

Me preocupa el día después del domingo del desembarco y todo lo que ocurra a partir de entonces. Me preocupa que haya tenido que ser sólo un país —el nuestro— quien haya resuelto un problema puntual (que no una realidad global), y no la Unión Europea, un organismo incompetente y carente de una política adecuada para solucionar el éxodo masivo de quienes llegan a Europa huyendo del hambre, de la miseria y de la guerra.

Es imperativo que Europa reaccione más allá de la solución de emergencia que aporte un solo país. Porque solucionar el problema de la inmigración no es tarea de España, de Italia o de Malta sino de toda la comunidad, en la medida que se imponga la convicción de que esto no es un tema de filantropía o de compasión, sino un derecho que a millones de humanos se les impide disfrutar.

*Alberto Soler Montagud es médico y escritor