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Hablemos de migraciones

"¿Por qué hay libre circulación de capitales y no de personas?", ponía aquella pintada en el Raval barcelonés. "Porque el capital se mantiene por si solo y a las personas hay que mantenerlas", contestaba debajo otro anónimo grafitero. El asunto migratorio, por más que constituya una constante en la historia de la humanidad, adquiere hoy tintes singulares, afectando con efervescencia a la opinión pública e incluso protagonizando auténticas sorpresas electorales en Occidente. Aunque el maniqueísmo y la emocionalidad presidan este ardoroso debate ciudadano, seguro que existen formas más templadas de abordar tan delicada cuestión.

Ha de comenzarse subrayando que los inmigrantes que no cesan de llegar a nuestras costas carecen por regla general de formación para asumir puestos de trabajo diferentes a los más elementales, pero también que dichos empleos han sido sustituidos hoy, en buena medida, por la maquinaria. Ya no sucede como en el caso de nuestros abuelos, que emigraban sin estudios pero tenían dos manos para ganarse el pan. Así las cosas, si esos contingentes que entran encuentran problemático acomodo laboral en países con tasas de desempleo notables, la alternativa pasa por su sustento a costa del erario público -o la beneficencia- o bien a través de actividades perseguidas por la ley. Como es natural, tanto una cosa como otra resultan insostenibles, motivo por el que debieran de meditarse otras fórmulas que permitan acoger con garantías a quienes buscan un futuro más despejado y digno aquí, de hallarse.

Otro dato complica este enrevesado escenario, más allá de los topicazos al uso en uno u otro sentido. La sangría demográfica europea -y mucho más la española-, precisa con urgencia de un reemplazo que está costando alcanzar entre nosotros. La despoblación rural es dramática en determinadas comarcas, y no se ha dado aún con la solución factible que logre atenuarla. En consecuencia, quienes vienen podrían paliar esta grave situación, de existir un marco legal que les excepcionara de la libertad de circulación por el mero hecho de ser inmigrantes. Sin embargo, ya se ha visto que una medida de ese tipo generaría auténticos guetos con muy problemático pronóstico en pocos años, por lo que no parece tampoco la mejor opción.

El coste de los servicios públicos por quienes se benefician de ellos sin participar en su sostenimiento es también, en fin, un poderoso elemento a tener en cuenta. Educación, sanidad y demás servicios sociales han sido diseñados a partir de un esmerado equilibrio financiero no siempre sencillo de obtener, y con gran sensibilidad ante súbitas alteraciones, como puede ser la asunción de nuevas prestaciones en masa procedentes de las migraciones internacionales.

Todas estas cuestiones, entre otras, han de ponerse seriamente sobre el tapete cuando de migraciones hablamos, más allá o acá de interesadas actitudes propagandísticas o de bienintencionados sentimentalismos que postulan un mundo sin miserias, pero sin aclararnos cómo lograrlo sin amenazar la estabilidad de los Estados de Bienestar que tanto ha costado levantar.

O se invierte en las naciones de origen de las migraciones por las de destino, generando verdaderas oportunidades de negocio y actividad a sus ciudadanos -en el sector primario, por ejemplo-, o seguiremos asistiendo al incesante goteo de personas que se juegan la vida o han de padecer las secuelas de las modernas mafias negreras para alcanzar las playas de unas sociedades que no pueden garantizarles demasiado paraíso, salvo que se pongan ellas en grave riesgo de supervivencia.

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