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Si fuera del PP, votaría por Margallo

La más reciente y rocambolesca historia del Partido Popular está entrando en fase de máxima ebullición tras la retirada de su último timonel, digo de Mariano -Mao- Rajoy, y la consiguiente puesta en marcha de un novedoso sistema de elección del futuro presidente del partido que quiere dar un salto democrático cualitativo. Cierto que los adversarios ideológicos del centroderecha español enraízan al PP con el franquismo, pero el dato más preciso señala la fecha de nacimiento del partido en 1989, aunque entonces de lo que se trataba era de refundar con nuevas siglas a Alianza Popular, que a su vez ya vivió dos bautismos, el segundo precisamente para cepillarse el polvo franquista de sus dehesas. En aquel entonces, su indiscutible líder, Manuel Fraga Iribarne, pensaba en emular al Partido Conservador británico, los torys con bombín, paraguas y gabardina que tanto le gustaban, y no en el general Franco, ni siquiera en los antecedentes derechistas de la restauración y la república.

Ahora, el modelo ya no son los torys, sino el Partido Republicano norteamericano, con toda esa parafernalia entre caótica, festiva y muy mediática de los caucus, las primarias en clave de asambleas electorales, la proliferación de candidatos, los delegados y las convenciones? Los penúltimos aparatistas del partido en la calle Génova dispusieron este giro político al PP, que se encomienda a la democracia interna tras comprobar las turbulencias que las votaciones directas han provocado en el PSOE o los vaivenes y purgas que se han vivido en Podemos al hilo de sus escenificaciones con el asambleísmo popular.

El proceso ha comenzado y se moviliza para ello nada menos que a 869.000 afiliados y pico -de los que casi 150.000 proceden de circunscripciones valencianas-, el mayor número de cuantos partidos políticos concurren en el sistema español -los socialistas, pese a su tradición, solo llegan a 190.000. A esta ingente masa de militantes se les facilita todo, incluida una mínima cuota de veinte euros para ponerse al día y poder así ejercer el voto interno. Dos votos, en realidad, uno para elegir a su candidato favorito y otro para nominar a los compromisarios que acudirán el 20 y 21 de julio al congreso del partido que, in situ, elegirán a su futuro presidente de entre los dos candidatos que hayan sido más votados en la primera urna por toda la militancia.

Existe la posibilidad de que se proclame a un ganador antes del proceso final, pero tal circunstancia es tan compleja y excepcional que no cabe ni explicarla. Se podría haber llegado también a un candidato de consenso, y ese parecía en boca de todos Alberto Núñez Feijóo, pero él mismo se autodescarta hasta 2020, entre otras razones, suponemos, por las delicadas vacaciones que en su día se le airearon. No obstante, el PP parece decidido a facilitar la concurrencia de candidatos. Con apenas cien avales ya era posible presentarse -9.300 exigían los socialistas a los suyos- lo que ha propulsado la existencia de hasta siete candidatos.

De entre todos, solo tres parecen tener posibilidades: Dolores de Cospedal (52 años), Soraya Sáenz de Santamaría (47) y Pablo Casado (37), por orden de edad. El cuarto aparece como referente ideológico, José Manuel García-Margallo (73), y los restantes son francotiradores desconocidos, incluyendo el valenciano Elio Cabanes, el concejal que propugna la democracia radical de base desde la entrañable Font de la Figuera.

Hasta lo que sabemos hoy, Cospedal se apoya en las estructuras del partido y apenas propone nada más que un proyecto de integración, con ella, obviamente, en la cúspide. Es una mujer elegante y energética pero tiene más de un historial afligido en su armario familiar y carece de discurso propio. No ha sido capaz de ganar en una autonomía relativamente fácil como Castilla-La Mancha empleando una retórica trufada de lugares comunes y frases hechas antes que con ideas nuevas.

Su gran rival no es otra que Soraya, la pequeña y empollona abogada del Estado perteneciente a la generación de los sobradamente preparados. A ella la cubren sus compañeros del Consejo de Ministros y la legión de secretarios y cargos que ha ido promoviendo gracias a su capacidad de gestión. Ese es su indiscutible haber: experiencia de gobierno y templanza moderadora, pero apenas se le reconoce alguna brizna de pasión política, dominada como está por la frialdad de la tecnocracia. Se la pegó en Cataluña y no parece tener respuestas innovadoras para problemas desconocidos sin temario.

Casado, en cambio, da el pego. Es el candidato más clonable a Albert Rivera, el líder que amenaza los grandes bancos de votos populares. De gestos amables y juveniles, parece incluso emular a aquel candidato imposible, José Luis Rodríguez Zapatero, que dio la sorpresa en el congreso socialista de julio de 2000 ganando al correoso José Bono. Pero este modelo de candidato, travieso en sus propuestas mediáticas vistiéndose como la selección pero sin aportar medidas, sigue padeciendo un agujero insondable en su currículum académico.

Es por eso que el único candidato que propone un debate de ideas, que se atreve a criticar la inacción política de su Gobierno en la cuestión catalana, considerando un error la oposición frontal al Estatut, y que habla de la necesaria segunda transición pactada para estabilizar el país, no es otro que Margallo, el veterano en mil batallas, viejo zorro político de mar, con barco compartido junto a Rajoy, con el que no parece haber terminado muy bien. Un servidor le votaría si fuera del PP por más que conste la indigencia ideológica del común de los militantes políticos de nuestro país. Pero uno siempre ha estado con las ideas y no con los hooligans y los eslóganes de la política vacía.

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